El viento mecía las hojas de los árboles y el Sol iluminaba todos los rincones del bosque. Hojas resecas se mezclaban con el verde césped y todo era paz. Ni un movimiento fuera de su sitio. Uno de esos días que curan el alma y elevan el espíritu.
En un lugar, en el borde de un claro, había un árbol. Alto, esplendoroso. Su copa parecía acariciar el cielo con sus ramas. Viejo y sabio como el mundo mismo. Había aprendido conforme crecía y ahora se erigía, observando todo con la comprensión del que lee un libro por segunda vez. Nada dependía crucialmente de él, y nadie se imaginaba esa gran extensión de vegetación y fauna sin su presencia.
Sobre una de sus ramas, había un cuervo. Su negro plumaje contrastaba con la sensación de vida que transmitía el antiguo y venerable vegetal. Su cabeza se giraba constantemente, pretendiendo quizá obtener la misma sapiencia que el amasijo arbóreo sobre el que estaba apoyado. No estaba quieto, pero parecía decidido, como si supiera a dónde iba.
Así transcurría su vida. Muchos trataron de acercarse a él, de comprenderle. La mayoría se cansaron. Otros se acercaban periódicamente a charlar. Se empezinaban en descifrar un puzzle sin piezas. Un problema sin incógnitas.
Unas veces saltaba a otra rama, y ese día parecía más relajado, como si tuviera delante suyo la respuesta del infinito. Otras, descendía, y se dejaba caer, abatido. Muchas veces se le dio por muerto. Quizá no anduvieran desencaminados.
Un día un zorro se acercó. Le parecía que, por proximidad, el cuervo debía de ser tan sabio como el propio árbol. Comenzaron a charlar. El zorro le contó sus dudas, sus inquietudes. Como cada vez que hablaba con alguien, el ave saltaba mientras hablaba. Nerviosamente subía y bajaba, subía y bajaba.
El zorro le preguntó el porqué de ese movimiento. Era la primera vez que le hacían esa pregunta.
- Este árbol representa todo lo que sé- le contestó la pequeña y nerviosa ave-. Cada vez que pienso, replanteo cosas que sabía y tengo que volver a construirlo todo. Por eso bajo. Cuando creo que algo es cierto, subo un poco. Estoy apoyado aquí porque quiero llegar a la última rama, ver qué hay más allá del claro. Que este viejo del bosque me transmita parte de lo que sabe.
- ¿Y una vez que llegues arriba?
- Ya te lo he dicho, veré qué hay más allá -el cuervo subió una rama por encima.
- ¿Para qué?
- ¿Hace falta un motivo?
- Creo que todo el mundo tiene un motivo para hacer algo, aunque sea un motivo absurdo.
El cuervo bajó a la rama inferior.
- En ese caso, mi motivo es que quiero ver qué hay más allá.
El cuervo subió a donde estaba previamente.
- Se te ve tan lejos de mí desde donde estás.
El cuervo se detuvo. Se quedó mirando de frente, hacia el infinito. Desplegó sus alas y se separó del lugar donde había estado toda su vida. Atravesó la distancia que los separaba y se posó sobre su nariz.
- Olvida el miedo- le dijo-. Las palabras siempre están a la misma altura, estés donde estés. Ignorante aquél que le dé valor sólo al lugar de donde procedan.
Tras esto, voló directamente hacia la última rama del gran árbol. Miró de frente y por un momento, el venerable vegetal y él fueron uno. Tras eso, descendió y se posó nuevamente sobre el hocico del zorro.
- ¿Y bien? -preguntó éste-. ¿Qué hay?
- ¿Qué va a haber? -contestó-. Árboles. Grandes, pequeños, mustios, imponentes, podridos, esbeltos... Pero árboles. Cada uno igual de importante que el resto. Cada uno con su historia y con alguien que desea llegar a la última rama.
2 comentarios:
Yo te digo lo mismo, es genial.
No sueles escribir "cuentecillos" pero también se te da bien.
Además has captado bien el estilo de la fábula.
Un beso!
P.S: La otra opción es que te pases tu por la isla...
Me ha encantado ^^ El cuervo parece tener el aire altivo de la primera vez que uno lo conoce, pero realmente no es así.
Gracias por apoyarte en el hocico.
=)
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