El
médico se lavaba las manos en la sala anexa a donde había sido la operación.
Mientras el agua caía sobre sus dedos, revivía el momento en el que el paciente
perdía el pulso. Su intento desesperado por hacer que saliera adelante, de
arreglar todos los problemas que surgían. Primero un fallo hepático. Luego dificultad
respiratoria y, finalmente, el corazón.
El
mortal silencio de la sala estaba acompañado por el solemne pitido ininterrumpido
de la máquina que controlaba sus constantes vitales. Su única obligación era ya
oficializar la hora de la defunción.
Pequeñas
gotas de sangre ajena caían sobre el fregadero mientras rememoraba los últimos
instantes de la vida de aquella persona. No era la primera vez que le ocurría,
y aunque sabía que haciendo lo que hacía podía volver a ocurrir, siempre
deseaba que fuera la última. Tras secarse las manos, se lavó la cara y observó
su húmedo rostro en el espejo del pequeño lavabo.
Repasaba
mentalmente toda la operación, tratando de encontrar algún fallo que hubiera
podido provocar todo aquello. Sin embargo, sabía que no se podía haber hecho
más. Si volviera atrás, no cambiaría ninguna de las decisiones ni lo haría de
otra forma. El paciente no se había cuidado durante el final de su vida y eso
había generado esas complicaciones.
Sabía
que algunas cosas simplemente no podían salir, aunque eso no apagaba ese nudo
en el estómago que se le formaba siempre que perdía a alguien en la mesa. Esa
impotencia y esa pena por el esfuerzo empleado en tratar de que viva lo que
está condenado a morir. Nunca era la misma sensación con dos pacientes, pero
siempre resultaba agotadora.
De
vuelta a casa, en su refugio, con su familia, las penas se difuminaban y volvía
a la normalidad. Pero en esa pequeña sala en la que desteñía de rojo sus manos
y se refrescaba, volvía a vivir la intervención, buscando un error que sabía
que no estaba allí.
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