lunes, 23 de junio de 2008

El Vuelo

Apenas dispongo de espacio para estirarme cuando me despierto, mareada. Mi jaula es increíblemente pequeña. Me oprime, me ahoga. No soy capaz de ver nada más allá de los barrotes que me mantienen encerrada. Mi mundo se ha reducido a una ridícula porción de espacio donde apenas puedo moverme. Me lamento, impotente. No soy capaz de pensar con claridad, y siento como si todo el mundo hubiera dejado de existir, para comprimirme en una vorágine de soledad.

Mi jaula se mueve de forma aleatoria pero, inexplicablemente, no caigo. Con esfuerzo consigo ponerme de pie. El silencio es interrumpido en ocasiones por voces que piden auxilio. Estoy aterrada. No tengo nada a lo que aferrarme más que a mi propio terror y a la incertidumbre. Una voz a mi lado me habla. Me transmite un miedo que yo ya siento y una impotencia que ya sufro. Es como si aquella oscuridad, aquél sufrimiento se hubiera creado solamente para esa voz y para mí.

De repente el movimiento cesa, y oigo el sonido de metal al golpear contra el suelo. Afuera se oyen voces de otra especie, gritos y forcejeos. La voz sigue junto a mí, padeciendo conmigo. Una luz como no recordaba haber visto jamás aparece a mi derecha. Se oyen nuevos gritos, pero yo no puedo apartar la vista de aquél que ha estado sufriendo a mi lado. No es un palomo especialmente destacado. Su plumaje blanco, como el mío, contrasta con el color negro que poblaba parte de su cabeza. Su pico sigue hablándome, y sus patas se aferran a la diminuta prisión metálica que, al igual que a mí, nos mantiene encerrados.

Entran tres animales, todos de la misma especie. Andan sobre dos patas, aunque carecen de alas. Sus colores cambian increíblemente de unos a otros, de colores chillones a otros más apagados. Todos llevan, no obstante, lo que supongo que es característico de la especie, que es un espeso pelaje negro que sólo deja ver los ojos.

Unos ojos que quedan horrorizados al ver la escena de jaulas en el suelo y la gran cantidad de aves muertas que no han sobrevivido al vacío oscuro escanean la estancia. Comienzan a abrir las jaulas, y veo como mis compañeros de reclusión son liberados. Me giro, inquieta, observando a mi nuevo amigo. Pronto todo lo que hemos compartido pasará a ser un amargo recuerdo. Amargo... y hermoso al mismo tiempo.

Abren primero la jaula de él, y veo como despliega las alas. Me mira. Nuestros ojos se hablan, sin necesidad de unas cuerdas vocales de las que carecemos. Sale volando, mientras mi jaula es abierta. Salgo precipitadamente tras él, desplegando mis alas. Nos cruzamos en el aire y nuestras miradas se cruzan una vez más, pero sin transmitir nada más que la felicidad eufórica de la liberación reciente. La libertad se huele en el horizonte, pero nuestros horizontes son distintos. Nuestros ojos de hablan una última vez, antes de marchar.

Y sigo en el aire. Por encima de toda aspiración humana. Por encima de productividades, del humo, del dinero, del terrorismo, de la tristeza, del estrés, de la rabia, de la ira... El sol está por encima de mí, mientras sobrevuelo un planeta muerto.

viernes, 6 de junio de 2008

La pregunta

Tarde. Siempre tarde. Otra vez las prisas. Entro corriendo al garaje, como todas las mañanas, y enciendo el coche. Respiro un momento, antes de arrancarlo.

Recorro el faraónico garaje, con sueño y ajustándome la corbata. Pulso el botón electrónico, que abre las compuertas que me llevan a la jungla de asfalto. Alzo la vista, mirando al cielo. Lluvia. Odio la lluvia.

Mi coche se incorpora, como siempre, a la marea metálica que fluye a trompicones por los cauces de cemento. Mi cara denota apatía y odio. Y veo que todas expresan lo mismo. Tampoco le presto mucha atención. A fin de cuentas, todos los días veo réplicas de hoy.

Tras quince minutos, consigo encontrar un aparcamiento. Salgo corriendo, mientras agarro la cartera con una mano, y guardo las llaves con la boca, mientras me pongo la chaqueta a la carrera.

Al girar una esquina, algo choca contra mí. La cartera cae al suelo, abriéndose. Decenas de papeles se pegan al asfalto mojado, derritiéndose. Observo aquél caos de impresos, informes y cuentas mezclados en el suelo húmedo. Quizá sería el trabajo de una semana, destrozado.

Alzo la vista hacia el causante de todo aquello. No sería mucho mayor que yo, quizá hasta de mi misma edad. Parece abstraído, mirando hacia el infinito. Lleva una corbata de color rojo, y su camisa, de tono rosa suave, está algo arrugada. Su elegante chaqueta, sujeta con una mano, está en contacto con el suelo, pero el estropicio que está causando el agua en su prenda no parece afectarle lo más mínimo. En ese momento parece darse cuenta de que existo.

Me mira, como sorprendido de no ser el único ser humano en la calle. En ese momento parece sonreír. Yo me agacho a intentar salvar lo que pueda. Desvió la mirada hacia él, como esperando de su ayuda. Su sonrisa se amplía, y cogiéndome la mano, acerca sus labios a mis orejas.

- ¿Por qué? -me susurra.

Mi estado de shock es total. No consigo decir nada. La otra persona me acaricia la barbilla, y estampa un beso en mi frente, antes de alejarse, silbando alegremente. Recobro la compostura pasado un rato, y mi chaqueta se encuentra ya completamente empapada. Recojo como puedo los papeles, aunque acabo por arrugarlos y tirarlos, dándolos por perdidos.

Terriblemente ensimismado, entro en mi oficina. Como muchas mañanas, mi jefe me está esperando en mi despacho.

-¡Oh! Mirad quién nos honra con su presencia. ¡Media hora tarde! ¡Media hora! ¿Se cree que aquí venimos de merendola? ¡Venimos a trabajar! - se le ve altamente alterado. Se levanta de mi silla, mientras se pasea, mirándome con un odio que es recíproco-. Bueno, a ver, el informe de los pedidos de marzo.

-Me los han tirado y... –al recordar el suceso, me quedo pensando en aquél extraño que me había formulado la tremenda pregunta.

-¿Qué que? ¡Ahora mismo los vuelve a hacer y no se va de aquí hasta que no los haga y...! –parece realmente enojado, pero soy incapaz de oír nada más allá que a ese hombre y a su breve intervención.

-¿Por qué? –mascullo, para mí.

-¿Cómo? ¿Y además con cachondeo? ¡A la p.uta calle! ¡Queda despedido! ¡Largo!

Me cuesta reaccionar ante aquello. Me levanto, ignorando por completo los gritos que aquél gorila sudoroso me lanza. Salgo, contrariado. La lluvia me recibe, despejándome.

No sé qué hacer, y decido volver dando un paseo. Ya volveré a por mi coche mañana. Voy caminando, y procuro no pensar en nada. Continúo abstraído, y eso me ayuda para no reflexionar sobre los caóticos sucesos acaecidos hoy, aunque me encuentro levemente abatido. Aunque se debe más a la incomprensión por parte de mi jefe que por desazón por la pérdida de mi empleo.

Llego a una calle concurrida, y cruza por mi lado una pareja de hombres cogidos de la mano. Al pasar, una pareja de personas de edad avanzada, cuchichean, alarmados, por lo degenerado de la acción. Me detengo, mirándolos durante unos instantes. Al rato, se dan cuenta de que los estoy mirando. Se giran, dispuestos a sermonearme. Pero yo soy más rápido.

-¿Por qué? –inquiero, en voz baja.

-¡Maldito desviado! ¡Lárgate!

Me alejo del lugar, soportando insultos y gritos por parte de aquella pareja.

Mi abatimiento va en aumento, y llego a un lugar donde un corrillo de gente estaba, muy emocionada, comentando un hurto ocurrido recientemente.

-Como lo oyes, un chiquillo, tratando de robar en un supermercado. Maldito liante. Desde luego, sin mano dura, es imposible educar. Mientras se lo llevaban aún intentaba justificarse. Y no lo entiendo, ya que un acto así nunca tiene justificación.

-¿Por qué? –pregunto, un poco más alto.

Todo el corrillo se gira hacia mí, y comienzan a despotricar contra mí, así que decido salir de allí, una vez más.

Recorro la ciudad, esta vez sin destino. Sucesos como estos me van ocurriendo en cada esquina. Pintadas, patinadores, mascotas, autoridad... cualquier pretexto es bueno para realizar mi pregunta. Y siempre salgo abucheado.

Llego a conclusiones funestas, y mi abatimiento golpea mi pecho, haciendo que camine encorvado, para tratar de que éste no me arranque el corazón de golpe. Me siento en un banco y lloro, tapándome la cara con las manos.

Decido volver a casa, ya he tenido bastante por hoy. Me levanto, y algo golpea contra mí, pero apenas me doy cuenta. Me encuentro realmente abstraído, y me quedo observando el suelo, sin ver nada en realidad. Oigo el sonido de folios, y vuelvo en mí.

Al bajar la vista, veo a una persona. No sería mucho más joven que yo, quizá de mi misma edad. Tenía una corbata, y trataba, desesperado, de recoger unos folios mojados. Sonreí, y el me miró con una ira que me era familiar. Esperaba mi ayuda. Me encontraba por encima que él, y mi chaqueta se estaba estropeando a causa de la humedad, pero apenas le daba importancia.

Me agaché, te cogí la mano y acerqué mis labios a tus oídos.

-¿Por qué? –te pregunté.

Y me alejé, silbando, poblando tu cabeza de pensamientos que, tarde o temprano, eclosionarán.