viernes, 30 de septiembre de 2011

Terapia

-Bueno Miguel, cuéntame, ¿Qué tal estás?

La consulta del doctor Avellaneda estaba igual que siempre. Yo, tumbado en el diván, podía ver una estantería de aspecto austero repleta de libros y el resto de la pared cubierta estratégicamente con sus diplomas, de manera que pareciera que éstos la cubrían por completo.

-Bien, bien. Realmente bien. Ese es el problema.

-Cuénteme.

-Supongo que recordará lo que me propuso hace unos meses, en una de mis primeras consultas. Yo atravesaba una época dura y confusa de mi vida y usted me propuso que escribiera. No importaba el qué o el cómo, simplemente que tratara de plasmar lo que sentía.

-Recuerdo- le interrumpió- que me dijo que eso le fue de ayuda.

-Ya lo creo. Ver mis agobios reflejados en algo externo a mí me ayudo a reflexionar sobre ello. De hecho, llegó el punto en el que no era capaz de pensar con claridad un problema hasta que no lo exponía delante de mí. Eso lo encrudecía y a la vez lo relativizaba. Fue una buena medida, ya lo creo.

-Entonces, ¿Cuál es el problema que mencionabas?

-Que me enamoré de ello. Realmente escribir me hizo tremendamente feliz y disfrutaba cada segundo que invertía en ello. Lo paradójico del asunto es que yo sólo sabía escribir cuando estaba triste. Me ayudó a salir de muchos problemas. Y ahora que no tengo nada que me preocupe, cuando soy realmente feliz, no sé qué escribir.

-Entonces, según dice, no escribir le supone un agobio, un problema.

-Así es.

-¿Y porqué no pruebas, simplemente, a plasmar esa frustración?

-Vamos doctor, no es tan sencillo. No me puedo engañar a mí mismo con algo tan infantil. De ahí no puedo sacar nada de nada. Me temo que el único consuelo que me queda es releerme, para recordar con nostalgia cuán infeliz era anteriormente. Deleitarme con la angustia que me embargaba y envidiarme por lo desdichado que era. Recordar cada ruptura, cada fracaso con añoranza. Eso o esperar con anhelo una desgracia en un futuro próximo. Qué extraña y dura es la vida del que sólo sabe expresarse cuando está hundido, pues ha de elegir entre morir él o que muera su musa.

Los dos callamos. Avellaneda apuntaba con su pluma unas notas en su cuaderno. Se quitó las gafas para mirarme. En ese momento hubiera dado lo que fuera por saber qué pasaba por su cabeza. Indudablemente en su profesión habrá conocido gente de muy diversa índole pero, ¿Alguien que le angustiara ser feliz? Dada mi reticencia a sentirme especial, supuse que sí.

Cuando el doctor prosiguió hablando, cambió el rumbo de la conversación. Me preguntó por mi vida y yo le contesté, obediente. Me propuso otras actividades, aunque no presté demasiada atención a lo que me decía, pues me sentía con la superioridad del que se cree incurable.

Me despedí de Avellaneda y salí del despacho. Su secretaria, sentada en una mesa al lado de la salida, me preguntó por una próxima cita, y me excusé diciendo que tenía una temporada algo ajetreada y que sería yo el que llamaría para concertarla. De vuelta a casa me senté en mi despacho y garabateé algunas líneas, que en absoluto me convencieron. Parte de lo que escribí, fue lo siguiente:

No obstante, reflexioné sobre mis sentimientos. ¿Era no escribir lo que me angustiaba o era no estar angustiado? Quizá no sólo había aprendido a escribir solamente estando triste sino a ser. Era esa necesidad de infelicidad lo que me proporcionaba esa pequeña dosis de preocupación que me permitía seguir con mi vida.

Aunque pensándolo bien, ¿Quién está preparado para ser completamente feliz? Yo diría que nadie y todos. A fin de cuentas, la vida no es más que un largo camino hacia la felicidad. Si uno la consigue, ¿Qué le queda por recorrer? Tal vez mantenerse, no lo sé.

Salí de la ducha y la llamé. Su voz me tranquilizó.”

Arrugué el papel y lo arrojé a la papelera. Rememoré con qué insultante fluidez brotaban de mi mente en el pasado sentimientos, paisajes, conversaciones, ideas… Me senté frente a un nuevo folio y lo miré, como quien estudia a un enemigo con el que se va a batir. Ya lo doblegué una vez, ¿Podría intentar volver a hacerlo?

Tal vez ya no me quedara realmente nada que decir. Tal vez uno no se quita nunca los malos hábitos que asimila cuando aprende algo nuevo.

Lloré sobre mi escritorio. Maldije a Avellaneda. Maldije al folio. Me maldije a mí mismo, por querer ser feliz e infeliz al mismo tiempo. Pero de poco o nada sirve.

Van pasando los meses y sigo sin haber escrito nada más que esas pobres líneas de las que ya me deshice.

Y rezo a Dios todos los días para que nunca me falten alegrías ni tristezas, pues conforme el tiempo avanza menos distingo unas de otras.