jueves, 18 de marzo de 2010

El jardín

Aunque se os haga extraño, yo también fui coleccionista. Los expertos decían que no había lugar ni quién en el mundo que poseyera más flores que yo. Sí, un hobby un tanto raro, pero me llenaba. Grandes, pequeñas. De pétalos de colores intensos. Rojos, amarillos, violetas, rosas...

Siempre que me sentía deprimido, me bastaba acercarme a ellas. Cerraba los ojos, las saludaba y suavemente acercaba mi nariz y mi alma a ellas. Las escuchaba y compartíamos nuestras penas, nuestros deseos. Pero había días en los que no me sentía completo.

Vagaba por todos los parques, por todas las floristerías. Sin buscar realmente nada. Sólo por oír a mis compañeras de fatigas hablarme y contarme sus vivencias. Recuerdo el primer día que la vi. No era una floristería especialmente grande, pero aquella flor brillaba con luz propia. Mucho más hermosa y radiante de lo que nunca habría imaginado. De un morado intenso que conmovía, y sus pistilos, dependiendo de la luz, parecían marrón en la punta, y se iban haciendo verde claro conforme uno se alejaba.

Pero no parecía feliz. Estuvimos hablando durante un tiempo que pudieron ser meses enteros. Pregunté, maravillado, por la flor. El dueño de la tienda me la vendió. Cuando salí de allí, pensé que realmente él no sabía todo lo que había perdido.

Nada más llegar a mi casa, puse la maceta encima de mi mesa. La flor parecía algo más animada, aunque algo confusa por el cambio de dueño. La miré, escuchando todo lo que le faltaba por decir. Me habló de sus pequeños sueños de flor y de todo lo que quería hacer. La perfección de su ser me inundó por completo. Durante un precioso instante, ninguno de los dos tuvo problemas.

Las demás flores de mi complejo jardín acogieron felices a la nueva compañera, con la que pasaba la mayor parte del tiempo. Sin embargo, nunca la veía del todo feliz. Aquél deje de incompletud me afectaba más de lo indecible. Aquella pequeña flor no se gustaba. Las otras flores y yo tratábamos de convencerla de lo contrario, sin éxito. Parecía inmersa en un pesar sobre sí misma inexplicable en todo punto, y ello hacía que se sintiera triste.

Quería arrancarme los ojos para que pudiera verse como yo la veía. Quería gritarle que antes de que apareciera en mi jardín, éste, aunque inmenso, era incompleto. Que su sola presencia bastaba para que incluso yo me sintiera flor. Pero todo lo que le insinuaba acerca de su belleza obtenía incluso el efecto contrario del que quería y terminaba por deprimirse más.

Escribí sonetos, compuse canciones. Le lanzaba piropos, hablaba con ella. Hubiera subido al mismo cielo para bajar una nube sólo porque ella fuera capaz de apreciarse como yo lo hacía. Pero nada parecía funcionar.

Pasa el tiempo y mi jardín y esa pequeña flor de color morado seguimos juntos. Y sigo sin cansarme de decirle todo lo que ha cambiado en mi vida desde que llegó. Sigo diciéndole todos los días que sus pétalos son justo como cualquier dios que merezca tal calificativo habría pensado. Que sus pistilos iluminan el día de quien los ve.

Sigo escribiendo y componiendo.

Sigo piropeándola.

Y subiré al cielo si hace falta.

lunes, 15 de febrero de 2010

¿Soy algo?

Aquél día me desperté como todos. Pensando en ella. Sobre mi escritorio, detrás del cabecero de mi cama estaba mi máquina de escribir, con un relato a medio terminar. A medio empezar. Sobre ella.

Mi ser pugnaba por sentir que podía ser. Que era alguien. Que era algo.

Salí a pasear al bosque de mi ánimo. Me crucé con dos señoras viejas que conversaban tranquilamente sobre la cosecha de ideas aquella temporada. Me reconocieron de inmediato y se frenaron, en seco. Me miraron de arriba abajo, como esperando que yo hiciera algo. Una lágrima sobrevoló el cielo, omnipresente.

- Buenos días señoras -dije, educadamente-. Me preguntaba si podríais responder a una incógnita que recientemente me ha tornado de dudas. ¿Soy algo?

Las adorables viejecitas rieron nerviosamente. Una de las viejas, ataviada con una bolsa, sacó de ella un pequeño ojo que me miraba, curioso. Le acaricié. Sonrió. Sonreí.

- Gracias -contesté.

¿Me convertía eso en algo?

Seguí con mi paseo, solo. Encontré a una pobre hoja que, desde el suelo, miraba hacia la copa del árbol en la que presumiblemente se hallaba anteriormente. Me agaché, hasta tenerla a la altura de mi cara. De la tierra bajo nosotros salió una pequeña duda, que se arrastró por el suelo para volverse a meter.

Cogí a la pequeña hoja y la acerqué a la copa. Pude percibir en el preciso instante en que la acerqué su decepción. Ahora que veía de cerca todo lo que ansiaba, sentía que merecía poco la pena, que era menos ideal de lo que había imaginado.

Ante mis ojos su color se tornó paulatinamente de verde a marrón. La estrujé y la hice añicos. Sopló entonces una ligera brisa y solté los pequeños trozos de hoja, que salieron volando, elevando su alma al intinito, allá donde momentos antes sobrevolaba una lágrima. Pude sentir desde allí su dicha como si fuera la mía propia.

¿Acaso eso hacía que fuera algo?

Finalmente el camino que seguía desembocó en un brusco final. Allí, un búho me miraba fijamente. En sus ojos podía ver todo aquello que en un momento pensé, aquello que un día soñé. Y también veía dolor, veía sufrimiento. Veía demasiadas cosas.

Por desgracia, tardé demasiado en ver una pequeña astilla en su pata. La Levantó más que suplicando, invitándome. Me acerqué lentamente y sostuve tembloroso su extremidad. Agarré la astilla y tiré de ella.

En ese instante, el búho ya no estaba a mi lado, si no a un metro de distancia. De nuevo la sabiduría que escondían sus grandes ojos me sobrecogió. Detrás de él, el negro fondo se había convertido en una prolongación inconmensurable del camino que recorría. Como no podía ser de otra manera, aquella majestuosa ave comenzó un vuelo sin un final previsible hacia ese nuevo camino.

Y tan pronto como traspasó la línea que momentos antes delimitaba el camino del abismo oscuro, comprendí que era algo. Era el poseedor de una sonrisa, de decenas de fragmentos de hoja movidos por el viento y de un vuelo.

Era aquél que había creado cosas de la nada, haciéndolas mías. Porque cierto es, y no otra cosa, que si no fuera nada, esa sonrisa no existiría, esa hoja seguiría en el suelo y ya no habría más camino que recorrer.

Ahora sé que, además, tengo un escritorio, una máquina de escribir. Una historia a medio terminar. A medio empezar.

Y, por encima de todo, tengo algo que me inspira a escribir historias, a crear sonrisas, a hacer camino y a arrancar astillas. Porque la tengo a ella.