miércoles, 22 de abril de 2009

Color

“El genial pintor Pedro Villalobos ha sido ingresado hoy, doce de julio, en el hospital de Buena Esperanza. Su estado es crítico y los médicos desconocen si logrará superar su enfermedad. El que es uno de los artistas más influyentes de este siglo se encuentra en su habitación, acompañado por sus familiares y amigos, que se hallan apoyándole en estos difíciles momentos que…”

Asqueado, arrojé el periódico a la papelera. Frente a aquella puerta transparente, podía observar con claridad cómo gente con bata pasaba apresurada frente a mí. Cuando me disponía a entrar oí a lo lejos el ruido de sirenas atravesando con prisa la ciudad. El lugar era tan sumamente deprimente como cabía esperar. Gente ya sin vida en los ojos caminaban como zombis, dando lo que quizá fueran sus últimos pasos. Allá donde miraba sólo podía ver decadencia y escayola, depresión y muletas, enfermedad y estetoscopios. Preguntó en recepción por la habitación de mi padre y me encaminé hacia allí.

Planta cuarta. Oncología. Habitación cuatrocientos veintiocho.

Allí el ambiente todavía era más opresivo. Allí la muerte había decidido ir de vacaciones y consideró oportuno quedarse a vivir. Avancé despacio, lentamente. Era como si todo lo que me rodeaba me hubiera contagiado de tristeza y de una quietud de ultratumba. Finalmente llegué. Habitación cuatrocientos veintiocho. La habitación de Pedro Villalobos.

Abrí la puerta y observé la habitación. De frente se observaba una gran ventana tras unas ligeras cortinas blancas que dejaban pasar la luz. A la izquierda, a lo alto y pegada a la pared, una televisión, encarada hacia una cama, que se encontraba a la izquierda, pegada a la pared opuesta. Al lado de la cama, una mesilla con una lámpara.

Toda la habitación desprendía la típica monotonía de la clínica. Todo, a excepción de un caballete que soportaba un lienzo que daba a la cabecera de la cama. Sobre la mesilla, una paleta cuyos colores se habían secado ya.

Al acercarme un poco más a la cama, pude observar que el lienzo estaba completamente pintado de negro. Giré a la derecha para situarme cerca de su cabeza. Entonces abrió los ojos por vez primera desde que yo entrara. Estaban completamente oscuros, casi apagados. Me miró, mientras suspiraba.

- No pensaba que fueras a venir –su voz sonaba completamente ronca, como si fuera un fantasma el que hablara más que un ser humano.
- No creo que merezcas morir solo.
- No entiendo el porqué. Nadie me ha importado desde hace demasiado tiempo –cada palabra le costaba mucho rato, como si pensara cada fonema antes de decirlo. A ratos, parecía que se atragantaba con su propio aire-. No te presté la atención que merecías y me dejé arrastrar por mi propia desidia.
- Ya vale papá, no hagas esto más difícil.
- Papá… se me hace raro oír eso.

Aparté la vista y miré el mobiliario, aparentando que me interesaba. Recorrí la estancia despacio y dejé mi chaqueta sobre el respaldo de una silla. Me senté y miré a mi padre. Había vuelto a cerrar los ojos y decidí observa la ventana. Los jardines del hospital estaban llenos de personas en sillas de ruedas empujadas por enfermeras. Las puertas albergaban a gran cantidad de residentes que aprovechaban el exterior para poder fumar algún pitillo. Un pájaro se posó sobre el alféizar de una habitación vecina.

- ¿Cómo está tu madre?

Me giré, sobresaltado. Viéndole ahí, tumbado, me parecía increíble que se tratara de la misma persona de hace unos años.

- Bueno, va tirando. Está de viaje con Luis durante una semana. Se han llevado a Sarita.
- Me alegro de que sea feliz – su afirmación se notaba sincera, aunque no hubo ningún cambio en el tono de su voz.
- ¿Y este cuadro? –dije, abruptamente. Nunca se me dio bien cambiar de tema.
- Supongo que es la culminación de mi vida.
- ¿No querrás decir obra?
- ¿Qué diferencia hay?

Me di por vencido y decidí ir al baño a mear. Al salir mi padre seguía ahí, donde cabía esperar. Su vida se iba agotando y nada parecía advertirlo.

- ¿Y este cuadro representa algo? –él pareció sonreír.
- Llevo tanto tiempo pintando que siempre veo mis cuadros como gritos desesperados exponiendo claramente lo que quiero o necesito expresar… Aunque no creo que hayas visto muchos de mis cuadros.
- De niño odiaba cuando me echabas de tu estudio, ya lo sabes. Nunca he prestado mucha atención a tu obra.
- ¿Puedes hacerme un favor? Acércame un libro con la tapa naranja… está en la maleta, dentro del armario…

Mientras todavía me acongojaba lo apagado de su voz, me acerqué hacia donde me había indicado. En el interior encontré una maleta grande, sin ruedas y de color verde. Rebuscando en su interior hallé el volumen del que me hablaba mi progenitor. Se trataba de un tratado sobre artistas contemporáneos. Me acerqué a la cama y se lo ofrecí a mi padre, el cual negó con la cabeza.

- Ábrelo por la página ciento sesenta y cinco -a mitad de aquella página había una foto de mi padre. En aquella imagen tendría unos veinte años-. Por favor, léeme lo que pone…
- “Pedro Villalobos –recité-, es uno de los pintores que más han influido en las generaciones que ahora comienzan en el mundo del arte pictórico. Muchos y diversos han sido los temas de sus obras, aunque con un claro cambio, sobre todo en esta, su última etapa. Recordemos que mientras en sus inicios (Pasión, Verde, Amanecer en Alcorisa…) sus obras estaban llenas de color y de personas alegres, sus últimas obras (Olvido, Soledad, Llanto, Impotencia) transmiten una gran desazón. Ignorando esto, la temática ha sido de lo más variada. Desde el tema íntimo y personal hasta paisajes, pasando por temas de índole espiritual e incluso político. “

Un suspiro muy profundo por parte de él hizo que detuviera la lectura. Cerré el libro y me acerqué para comprobar su estado de salud.

- No te preocupes, aún sigo aquí.

Se produjo en ese instante un largo y tenso silencio, como si el peso de lo trascendental se cerniera sobre nosotros, cuando en realidad no éramos más que los protagonistas de una historia cualquiera.

- ¿Por qué ese cambio en tus cuadros? ¿Qué pasó? Quiero decir, incluso recuerdo que antes no había quien te quitara la sonrisa de la cara, y de repente te transformaste en una mueca de lo que fuiste.
- Bueno, coincidieron muchas cosas. Tu madre me dejó, y lo que en su día eran dos personas abrazadas en la playa al atardecer se transformaron en un hombre de espaldas abrazando a una mujer con caras deformadas por la tristeza. Lo que eran esplendorosos recorridos, montañas altas y frondosos árboles se transformaron en un desierto de arena negra. Perdí la fe en el ser humano y lo que era gente defendiendo con firmeza sus opiniones se cambió por imágenes de muerte y guerras. Al final no pude ver nada de bueno en la vida y terminé por pintar el cuadro que ves aquí. Cuando echo la vista atrás y observo mis pinturas anteriores no puedo más que sobrecogerme al poder ver con tal nitidez lo feliz que era y lo desdichado que me siento. Mi tiempo se termina y me iré con mi alma impregnada de ébano. Pensaba que solo, pero tampoco eso cambia mucho.
- Mira papá –dije tras digerir lo que aquél pobre desdichado que era mi padre me acababa de contar-, puedes pensar lo que quieras. Lo has pasado mal en esta vida, eso no te lo va a quitar nadie. Has amado y has perdido. Has creído y te defraudaron. Has creado esperanzas en cosas que te han fallado. Nadie podrá decirte que hayas tenido fácil nada. Pero has creído, has amado y esperabas algo de la vida. Y si no hubieras estado tan sumamente cegado por tu dolor, quizá hubieras podido tener la presencia de ánimo como para intentar ser feliz. Elegiste el camino de la autocompasión, bueno, es tu elección. Pero yo todavía quiero creer que hay algo de bueno en la vida.

En el instante de acabar me arrepentí en parte de lo dicho. No dejaba de ser un moribundo y le estaba dando lecciones de cómo vivir y sufrir.

- Mira papá, lo siento…
- Tienes razón –su voz sonaba muy débil, incluso para su estado. Cuando me incorporé para verle mejor, pude observar que una pequeña lágrima resbalaba por su mejilla-. No quiero irme así, quiero creer en algo… -apenas podía respirar ya. Tragando con esfuerzo trató de incorporarse pero calló sobre la almohada-. Hazme un favor… tráeme un pequeño bote de color blanco… está en la misma maleta que antes… Ah… y trae también un pequeño pincel…

No entendí el porqué de aquello, pero obedecí, no obstante.

- Ahora, moja el pincel en la pintura.
- Papá, sabes que nunca tuve mano para el dibujo o la pintura.
- No quiero que tú pintes, esto es algo que debo hacer yo. Ponme el pincel en la mano, por favor –lo hice, con mi mano temblando-. Gracias…
Su voz sonaba todavía más débil. Me giré hacia el caballete. Seguía completamente negro.
- Papá, ¿Te acerco el caballete? –no hubo respuesta. Las máquinas comenzaron a pitar ensordecedoramente. Dos enfermeras entraron corriendo tras un doctor, que no pudo hacer nada más que confirmar la muerte. Ni siquiera me moví del sitio donde me encontraba. Lo más curioso de todo era que no me sorprendió su partida en ese preciso momento.

Y prometo por encima de todo aquello que aprecio que, tras el funeral, al colocar el cuadro en mi pequeño despacho, un pequeño punto blanco sobresalía por encima del negro dominante, justo en el centro del lienzo. Y abajo del todo, a la derecha, un pequeño garabato. La inconfundible firma de mi padre, a fecha del doce de julio de 2009.

viernes, 10 de abril de 2009

Poesía

Aquel día amaneció como todos los anteriores. El Sol, perezoso, salió por el Este, poco a poco, inundando de luz las ventanas de su cuarto. Una habitación cualquiera, como lo puede ser la tuya o la mía. Pero no era mía ni tuya, era suya. Él, poeta de profesión (por decir algo), se desperezó, encontrándose en ese estado de consciencia en el que uno es capaz de interactuar con mayor o menor fortuna con el medio, pero que luego no se sabe a ciencia cierta si esa interacción tuvo o no lugar.

Quitándose las legañas y en calzoncillos, se levantó de una forma para nada estética, estando a punto de tropezarse y caer con sus propias zapatillas de felpa. Se encaminó hacia el baño con andar algo torpe y sin el menor atisbo de lucidez, rascándose la cabeza. Una vez en el lavabo se encontró de golpe con su propia cara, reflejada en el espejo. Bostezó sonoramente a su imagen y empezó con la rutinaria tarea que era su higiene personal.

Al rato, sentado en la cocina, en bata y con la taza de café en la mano, se dispuso a leer el diario. Encontró en la sección de cultura y arte una breve mención a uno de sus poemas, lo cual lo alegró. Sintiéndose inspirado por esta aparición, se dirigió de esa guisa hacia su despacho, donde comenzó a escribir algo. Sentado en su sillón de cuero marrón y con la pluma ya en la mano, trató de rebuscar entre las vagas y somnolientas neuronas que dan lugar a la musa.

Del fondo de su alma salían las palabras que iban dando lugar a uno de los poemas que más lo estaban emocionando. De pronto, la sombra de la duda hizo acto de presencia en él al observar una de las palaras del poema. Algo contrariado, extrajo de entre los libros de la estanteria un pequeño volumen del mismo color y material que su sofá. Pasó con cuidado las páginas, rememorando pese al miedo el gozo que sintió durante la lectura de aquél ejemplar. A fin, detuvo su búsqueda. Allí, sobre el papel, se encontraban escritos, palabra por palabra, los versos que él había creído crear a partir de la nada.

Dejó el tomo en su sitio y se sentó, sin que sus ánimos mermaran. Arrojó el papel donde había estado escribiendo y extrajo uno nuevo. Se lanzó con renovadas energías en la tan necesaria activida de expresar lo que se siente. La naturaleza con la que los versos, nuevamente, encajaban uno con el otro encogía su estómago.

De nuevo, asombrado, creyó ver reflejado en una palabra algo que le resultaba familiar. Rebuscando entre las estanterías, halló el mismo poema exacto que se encontraba escribiendo. Durante toda la mañana esa misma escena se repitió una y otra vez.

Abatido, telefoneó a un colega suyo.

- No te vas a creer lo que me ha pasado...

- ¿Al ir a escribir has redactado algo que era de otro autor?

- ¿Cómo coño lo has sabido?

- He estado hablando con varios compañeros y nos ha pasado a todos lo mismo.

- ¿Por qué ocurre?

- Ese es el menor de nuestros problemas.

- ¿Qué quieres decir?

- Que ahora ya no se crearán más versos, ni más rimas ni nuevas sensaciones. No podremos expresar lo que sentimos. Estamos obligados a repetir y rememorar sueños de otros.

- ¿Entonces...?

- Entonces, querido amigo, vivimos en un mundo sin poesía.