martes, 15 de diciembre de 2009

Callejón nocturno

Hacía bastante tiempo ya que el Sol se había puesto cuando yo regresaba congelado a casa. Había sido una noche atípica, aunque bastante agradable. Estaba extremadamente cerca de mi hogar cuando escuché algo procedente de un callejón, a mi derecha. Un sonido que ya sólo había oído en las películas y que hizo que se quebrara mi alma. Era el sonido del martilleo de una pistola.

- Ven -dijo una voz terriblemente grave.

El estómago me dió un vuelco y comencé a temblar. Debido a la falta de luz del callejón, ni siquiera podía ver de mi interlocutor nada que no fuera una silueta borrosa. Hice acopio de las escasas fuerzas que me quedaban y me dirigí hacia mi armado interlocutor.

- Te... te estás equivocando de persona -balbuceé.

- No buscaba a nadie en concreto, así que dudo que me haya equivocado -no sé si era por la falta de sueño, por el miedo o causa de mi imaginación, pero su voz me sonaba cada vez más grave-. Ven y siéntate a mi lado. Y, por favor, no trates de salir corriendo. Te daría antes de que empezaras a tensar algún músculo y no quiero eso. Si colaboras, esto terminará antes de que te des cuenta.

Cuando volví a ser plenamente consciente de qué hacía, y tal vez calmado mi subconsciente a raíz de la última promesa, me acerqué hacia el callejón, sentándome al lado de aquella voz, cuya representación visual seguía sin ser más que una difusa imagen negra.

- Buenas noches –saludó cordialmente-. Soy Felipe Pedreo. Tu confesor esta noche. Aquella persona con la que hablarás hasta que ya no quede nada que decir. Seré tu asesino y el mío.

- Has dicho que no me harías daño –el terror se apoderó de mí.

- No, eso no es verdad. He dicho que esto terminaría antes de que te dieras cuenta. Como entenderás, no tiene nada que ver una cosa con la otra.

Se hizo el silencio. Mis ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad. Pude ver que tenía el pelo algo alborotado, y me pareció ver que llevaba unas gafas. También creí discernir una especie de gabardina, pero no estaba seguro. Tras unos instantes en silenció, el recientemente bautizado para mí como Felipe, retomó la conversación.

- Te preguntarás porqué un hombre con una pistola puede querer algo que no sea ni tu dinero ni tu integridad sexual. La respuesta, aunque sencilla, es poco común. Necesito que alguien me escuche. Mi vida es una mierda y hace tiempo decidí ponerle fin, pero no quiero irme sin que alguien escuche lo que quiero y tengo que decir. Aún así, mi ego no es tan alto como para querer que todo el mundo oiga mi historia y se conmueva. Mi objetivo es que al menos un ser humano se siente a conversar conmigo sobre mi vida y la suya. Ya ves, una persona con una edad tan grande como la mía y ni siquiera he tenido la oportunidad de tener una disquisición seria con nadie. Nadie me ha escuchado. Y para eso, amigo mío, estáis tú y esta pistola.

- ¿Y porqué tengo que morir yo? ¿Por qué no me cuentas tu vida y luego me dejas salir y huir? –ahora pude ver que el color de su pelo era algo rubio. Llevaba unos vaqueros.

- No es tan sencillo. Necesito que esto quede entre nosotros dos. Nada debe salir de aquí. Algunas de las cosas atañen a terceros y no quiero perjudicar a nadie. Por eso, amigo mío, debes morir conmigo. No puedo arriesgarme.

- Ni siquiera te conozco –dije, desesperado.

- Eso da igual. Mañana, en el periódico, pondrá que dos personas murieron a causa de dos disparos. Una persona turbada se suicidó y se llevó a alguien consigo.

Comenzó a faltarme aire para respirar. Empecé a sollozar y por mi mente surcaron, veloces, millones de caras y de pensamientos. Concretamente, una cara se asentó con fuerza, haciendo que el resto parecieran simplemente un marco sin importancia.

- ¿En quién piensas? –me sobresaltó Felipe.

- ¿Cómo sabes que estoy pensando en alguien? –me sorprendí.

- Se te nota en la cara. Ante todo este esperpéntico panorama has sonreído. O estás tan desesperado como yo, o hay alguien que, pese a toda esta locura, te hace sonreír.

- Tienes razón –reconocí-. Se trata de mi pareja. Sara

- Vaya –Felipe sonrió-. ¿Tienes alguna foto?

Sorprendido por la pregunta, asentí nervioso. Rebusqué en mi cartera, la encontré y se la di. No pude evitar echarme a llorar.

- Es muy guapa –admitió-. Tienes suerte.

- ¿Cómo puedes tener el estómago para decirme eso? –dije, entre suspiros incontrolados.

- Tienes razón. Lo siento.

De nuevo, el silencio se apoderó de los dos. Me devolvió la foto de ella. La miré, tratando de recordar cada línea, cada detalle.

- En fin, creo que es hora de que empecemos -dijo.

- Haz lo que te dé la gana –contesté de mal humor.

- Comprendo esa reacción. Tampoco esperaba caerte bien.

- Cállate y empieza de una vez.

- Como quieras. La verdad es que desde que nací, tú eres la persona que más me ha escuchado. Mis padres estaban todo el día trabajando para poder costearme los estudios y apenas hablaban conmigo más que para lo más insulso. La gente con la que más contacto tenía durante el colegio era para jugar a fútbol y nunca intercambié más de dos palabras con ninguno. De siempre he sido una persona con muchas inquietudes… perdona, creo que todavía no me has dicho tu nombre…

- Martín, pero sigue.

- Vale. Como te decía, Martín, de siempre he sido una persona con una gran necesidad de contacto humano. Un contacto que nunca he recibido. Acabé mis estudios, y comencé a trabajar en una oficina, anhelando hablar con alguien. Mi jefe era un capullo que no se dirigía hacia mí nada más que para quejarse de lo mal que hacía todo. Mis compañeros no sólo no querían saber nada de mí si no que le daban la razón por evitarse problemas y subir puntos ante él. Empecé un matrimonio inercial con una persona a la que detesto simplemente porque pensaba que podría hablar. Me equivoqué. Sé que desde prácticamente el principio me es infiel, y la verdad es que me da bastante igual. La conclusión es que desde que puse un pie en el mundo, nadie nunca ha escuchado lo que tenía que decir. Millones de ideas mías han muerto, como tú y yo moriremos hoy, sin que nadie las escuchara. Eso es lo que quería que algún ser humano supiera. Ahora ya lo sabes. ¿Qué tienes que decir?

- Que eres imbécil, Felipe. Eres el ser humano más imbécil sobre la faz de la Tierra.

- ¿A qué se debe tal calificativo? –contestó, visiblemente asombrado.

- Dices que tu vida ha sido dura. Y, en cierto modo lo es. Sé lo que es que nadie te escuche. Mis padres murieron cuando no tenía ni cinco años, y he ido pasando temporadas de mi vida en casas de diferentes tíos que no querían saber nada de mí. En cada nuevo colegio al que tenía que ir se me marginaba por norma y nunca se me acercaron para nada que no fuera golpearme o quitarme los pantalones entre todos. Cuando por fin pude independizarme, ni siquiera había terminado mis estudios. Conseguí un trabajo de mierda donde, además, trabajaba solo. Mi sueldo era una miseria. Y no he conseguido una relación de verdad hasta hace irrisoriamente poco, después de estar varios años con una persona que me trataba como si fuera mierda. ¿Acaso crees que me di por vencido? No. Me levantaba cada mañana con un esfuerzo indecible para querer creer que yo valía algo, que alguien ahí fuera podría acabar por quererme, por respetarme y por oírme. Y lo conseguí. Y ni siquiera estoy diciendo que por querer suicidarte seas un cobarde. Digo que eres un cobarde por querer llevarte una vida sólo porque te has rendido.

Un pesado silencio se apoderó de los dos. Ambos respirábamos de una forma bastante audible.

- Tienes razón. Aún tengo una posibilidad de ser feliz, de ser escuchado –se levantó-. Voy a salir ahí fuera para gritarle a todo el mundo que puedo ofrecer algo. Que todavía soy alguien.

- No por mucho tiempo –susurré. El se giró y me miró extrañado. Sus ojos casi se caen de sus órbitas cuando observaron como mi mano sostenía la pistola que hasta hace poco él había tenido en su poder-. No sabes hasta qué punto entristece ver que alguien es capaz de rendirse tan pronto. He tenido paciencia con la vida y con el mundo. He procurado conseguir la constancia para tratar de superar todo. Eres cruel, Felipe. Eres cruel y odioso. Si hay alguien en la vida que no merezca ser feliz, ese eres tú.


Apunté y se oyó un gran estruendo. La bala atravesó la cabeza, haciéndola saltar por los aires. Todo quedó lleno de sangre. Debido a lo tenso de toda la conversación, no fui consciente hasta que fue demasiado tarde de que ya era prácticamente de día. Comenzaron a oírse pasos y gritos. No me vi con fuerzas de tener que enfrentarme a aquello. No pude soportar la idea de tener que contar lo sucedido a Sara y que fuera consciente de lo que he hecho. De esta monstruosidad. Sabía que habría huellas de los dos en la pistola. Así que hice lo poco que se me ocurrió. Por primera vez en mi vida me rindí. Levanté la pistola.

A la mañana siguiente el periódico relataba como dos personas habían muerto durante la pasada noche a causa de dos balas.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Escribir por escribir

El editor miró ceñudo al que, en definitiva, no era más que un simple empleado. Lo observó visiblemente malhumorado, sosteniendo en sus manos un fajo de folios debidamente encuadernado. Pasaba las hojas con desdén y rapidez, pese a que sus ojos no se apartaban de él. Suspiró y arrojó el documento a su mesa, sin ceremonias ni cuidado.

- A ver, Manuel, eres uno de mis mejores escritores. Mucha gente ha leído tus libros, los disfrutan y piden tu nombre en casi todas las librerías del país, incluso del mundo. Y creo que te pedí algo tremendamente sencillo. Para la mayoría de escritores, se trataría de algo irrisorio. Conozco tu vida, tus inquietudes y tus relaciones. Has vivido infiernos y has rozado la felicidad con la llema de los dedos, hasta que finalmente has conseguido, por el momento, alcanzarla. Únicamente te rogué que escribieras un libro sobre tus vivencias, obviamente sin decir que son tuyas. Que relataras tus romances, tus errores, tus acciones. Aquellos viajes maravillosos de los cuales he sido partícipe cuando me los relatabas, con una emoción contagiosa. Sientes cada momento de tu vida con una intensidad digna de envidia, ¿Por qué demonios no puedes escribir sobre ella?

- Tienes razón sobre varias cosas. Es verdad, soy uno de tus mejores escritores. Mucha gente me ha leído y todas esas chorradas, que no son más que unos datos que sirven para engordar tímidamente mis ingresos, y algo más descaradamente los tuyos. Y es verdad, cada momento de mi vida es para mí algo indispensable para ser quien soy. En mi casa tengo mi propio texto, mucho más extenso, real e intenso que este que sin miramientos has arrojado sobre la mesa. Y has de saber que, al llegar a casa, lo quemaré. Y la razón es muy simple. Siempre he vivido para vivir. Escribir sobre ladrones, princesas, asesinatos, naves espaciales, romances ajenos, ciudades lejanas... no me supone ningún tipo de problema. Me llena, es innegable. Pero al menos sé que hay una parte de mí que sigue siendo, en parte, únicamente mía. ¿Qué sería de mis amigos si todo lo que he vivido con ellos no son más que una anécdota en un libro? Me horroriza pensar que todos esos momentos que constituyen lo que soy ahora pasen a formar parte del recuerdo difuso de algún lector imbécil. Que un folio sea testigo perpetuo de lo que sentí, por mucho que ese sentimiento cambie. No, señor editor. Mi vida es mía y sólo quiero compartirla con la gente que aprecio.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Lo que pudo ser

Un hombre y una mujer se cruzaban, mirándose. La noche es fría y ambos avanzan deprisa, pese a lo cual, frenan progresivamente conforme se acercan. Sostenien la mirada durante un tiempo y luego continuan el camino. La cara del chico denota contradicción, pero no se gira. No se vuelve para mirar a aquella chica a los ojos. No retrocede para hablar con ella, para intercambiar impresiones. Para decirle que su sola mirada ha bastado para arrastrar todos sus tapujos y timidez al más puro vacío. Que quería conocerla. Quería amarla.

Eso bien pudo ser el principio de algo eterno. Una anécdota que contar a los nietos frente a una hoguera. Algo que recordar durante una discusión. El comienzo de un gran abrazo. Un abrazo reparador capaz de acabar con cualquier duda.

Una persona nerviosa en un taxi, mirando por la ventanilla. Los edificios se suceden uno tras otro, a gran velocidad. Y sin embargo, al ocupante y cliente le parece como si estuviera yendo hacia atrás. Por fin vislumbra aquél gran letrero. Aeropuerto. Rezaba por llegar a tiempo. Otra discusión. Otra maldita discusión.

Rezaba por llegar a tiempo.

Cruza como una exalación dentro del edificio y corre a preguntar por la puerta de embarque. La señorita le dice que no puede hacer nada, que está despegando. Desde su posición puede ver por la ventama como el avión comienza a elevarse. El avión donde estaba ella. Una ausencia inamovible.

Nadie regresa por la puerta de embarque. No está ella, con los ojos llorosos, dispuesta a devolverle la vida. Se ha ido, y se ha ido para siempre. Algo que quizá pudiera haber cambiado de no haber sido todo tan confuso. De no haber discutido por tonterías. De haber terminado la conversación. De haber cogido un taxi cinco minutos antes. Y ahora, lo único que le queda es el olvido.

Una persona vuelve a casa, de noche. La calle está desierta y está muy cansado. Necesita llegar a casa lo antes posible, se siente desfallecer. Cada paso sienta como una losa en su ya de por sí mermada capacidad motora. Y como siempre, regresando por aquél camino, la misma disyuntiva. Izquierda o derecha. Nunca había sabido qué camino le dejaba más rápido en su tranquila casa, en su cómoda cama. En la tranquilidad que ahora tanto ansiaba. Por no pensar, escogió la izquierda. Llegó a su casa, a su cama y a su tranquilidad sin ningún percance. Aquella noche durmió estupendamente y de un tirón. Morfeo le acunó con sueños de felicidad.

Mientras tanto, en la calle de la derecha, momentos antes, el asesino degollaba a la víctima.

No deja de ser curioso lo fácil y complicado a la vez que resulta que nos ocurra algo sorprendente. Inquietante. Encantador.

Determinante.

Aunque, por otro lado, no deja de ser normal.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Melancolía

Para hacer justicia a mi nombre y antes que nada, quizá debería relataros todas las cosas que he sido. Más aún, deberíais saber todas las cosas que puedo llegar a ser. Porque, aunque sea cierto que se me conoce por muchos nombres, nunca se tiene una idea real de lo que soy hasta que se me vive. No tengo un comienzo concreto, y mientras seas capaz de leer, mientras exista alguien, estaré ahí, al acecho o devorándote. Pero basta de presentaciones. Ya nos conocemos.

Durante mi intempestiva existencia, he recorrido la historia (literalmente, de principio a fin) representado en la imagen de las más diversas cosas. Puedo ser el mar. Puedo ser una lágrima. Puedo ser la carta que sostengas tembloroso entre las manos. Soy el lugar equivocado y el momento equivocado. Un caballo demasiado lento. La suerte del otro.

Habito en las voces, en los lugares, en los sonidos. En las ideas. Soy esa frase que no quieres oír o no quieres recordar. Soy ese sitio con el que topas sin quererlo. Esa canción. Ese piano. Ese saxofón. Esa voz.

Pertenezco a todo aquello que no quieres reconocerte. Esa foto que dice más de lo que se ve. Ese gesto sencillo que te desgarra. La ausencia que te destroza. El viento susurrándote que no. O que sí.

También tengo residencia en ese vaso medio vacío. Soy esos hielos derritiéndose. Esa ceniza que cae. El polvo que desaparece. El recuerdo que quieres olvidar y no puedes. Soy tu vida.

Formo parte de esa persona que quieres encontrar y que no existe. Soy la idea de la muerte y sus consecuencias.

El olvido.

La sensación que tienes cuando terminas de escribir algo que no querrías haber escrito.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Edunel II

Sentado en mi sillón de cuero, observaba entre perplejo y asustado aquél sobre que había aparecido no sé muy bien cómo en mi escritorio. No había sellos, ni destinatario. Simplemente aparecía un remite, en tinta negra, probablemente escrito con pluma, con una tipografía que parecía del siglo XVII. Una sola y única palabra que no había vuelto a mi cabeza desde hacía mucho. Desde aquellos años en el manicomio.

Mi secretaria abrió la puerta. Llevaba un jersey azul, de cuello alto. Me gustaba ese jersey. El pelo castaño y las gafas apoyadas en la nariz, en esa postura que uno espera de una secretaria.

- La policía está ahí fuera. Desean hablar con usted a raíz de la desaparición de Euclides.

- Muy bien, diles que suban.

Me giré, mirando de frente a aquél papel que me acreditaba a ejercer la abogacía. Me costó lo indecible poder superar aquél infierno que fue el sanatorio mental. Medicinas que me aturdían y atontaban. No saber exactamente dónde estás. No saber si estás.

Pude con ello, lo superé. A pesar de las alucinaciones. A pesar de que mi primera y única amiga allí no fuera más que un producto de mi imaginación. Conseguí curarme, conseguí salir. Me dejaron volver a ejercer. Está bien, no tengo casi ningún cliente. No es extraño, ¿Quién quiere que le represente alguien que hasta hace poco era considerado una persona trastornada?

Y sin embargo, un tal Euclides, el 14 de mayo, decide cruzar a ciegas una autopista. Sobrevivió de milagro. Fue denunciado por temeridad, y pidió expresamente que yo lo representara. Durante el juicio ignoró por completo lo que ocurría, como si no fuera sobre su futuro sobre lo que se estaba hablando. Mientras testificaba dijo que aquella parafernalia le parecía más bien insulsa y que no estaba allí por su persona. "Mi misión es que Edunel llegue a una persona en concreto".

Aquella frase me puso los pelos de punta. Otra vez aquél nombre. Otra vez la pesadilla.

Otra vez.

Más tarde, durante un descanso del juicio, desapareció. Nadie sabe adónde fue. Yo no quería saberlo, sólo quería volver a mi despacho tras prestar una rápida declaración que prometí expandir en mi lugar de trabajo.

Y una vez aquí, esta maldita carta revive todo. Abro el sobre, como queriendo que se trate de una broma.

"Querido mío. Desde que llegué a Edunel (o volví, quién sabe) no he podido parar de pensar en ti. Cada árbol, cada brisa de aire puro. Todos los detalles que creo, incluso los más insignificantes, me recuerdan a tu persona. Sé que ahora creerás que todo esto forma parte de tu imaginación, incluso esta reflexión. Tampoco te pido que creas en esto, sé que al final ocurrirá lo que realmente quieras. Sólo quería darte las gracias. Gracias porque si no fuera por ti, por tu inspiradora presencia y porque, en el fondo, tu calidez siempre dio alas a mi imaginación, nunca podría haber llegado hasta aquí. Este lugar es precioso porque siempre es como quieres que sea.

Tampoco voy a decir que esto sea sólo para darte las gracias. También quiero pedirte que vengas conmigo. Sólo hay algo que mejoraría este lugar, y es que tú estuvieras conmigo. No hace falta un billete ni equipaje. Basta que lo desees. Basta que creas que ya has tenido suficiente y que en realidad la vida que vives no puede depararte nada que no esperes o que no temas. Simplemente necesitas creer que ya has tenido suficiente.

Te amo.

P.D :Si crees que estás listo, simplemente cierra los ojos."

Cuando volví a abrirlos, me encontraba en un prado inmenso.

-Mi vida -escuché detrás de mí. Esa voz sonaba como una cascada. Como el aleteo de miles de mariposas. Como sentir el Sol en la cara. Como el sueño de dos enamorados.

Me giré, nervioso. Nos miramos. Nos encontrábamos en un gran prado, con alguna flor diseminada por el lugar. La brisa mecía nuestros cabellos.

Al momento corrimos uno en brazos del otro, y la tensión pareció disiparse, como si hubiera dejado paso a algo más poderoso. Como si algún dios hubiera dejado espacio en un pequeño espacio de realidad para crear aquél momento. Como el mar revuelto. Como un grupo de caballos corriendo salvajes por un camino de tierra. Como una bandada de gaviotas sonriendo a las nubes.

Por fin, después de mucho tiemo, era libre.

miércoles, 21 de octubre de 2009

El Castillo de Tartaglia

Eran ya pasadas las doce de la noche cuando estaba llamando a la entrada del Castillo de Copérnico, situada en una pequeña colina solitaria de la región de Galileo. Una vez más me reprochaba a mí misma el estar golpeando la gran y pesada puerta de madera, mientras repasaba mentalmente la disparatada cadena de acontecimientos que me acercaba inexorablemente a un final inexplicable. La lluvia caía con fuerza en mi cabeza mientras el viento me helaba.

Al otro lado de la puerta se oyó el eco de unos pasos rápidos y firmes. Suspiré. Pude percibir cómo alguien ponía en marcha los mecanismos de apertura de la puerta. Posteriormente, un largo y quedo chirrido anunció que ésta se encontraba abierta.

Frente a mí, no estaba otro que el popular escritor Esteban Mayor. Lo saludé con un ademán de cabeza y él me invitó a entrar. Pasamos por un amplio pasillo de piedra gris, en silencio. Por todo foco de luz, una vela que él llevaba en la mano.

Subimos por una escalera de caracol y finalmente llegamos a una pequeña y agradable habitación, alumbrada por una chimenea. Frente a ella, dos cómodos sillones de cuero. Las paredes de la habitación estaban cubiertas por estanterías que no parecían tener fin, las cuales se hallaban repletas de libros. El anfitrión señaló uno de los sillones y él se sentó en el otro.

- Me alegra que haya aceptado mi invitación -comenzó él.

- Oh, cállate -le espeté mientras dejaba mi bufanda de lana sobre una mesita de cristal situada al lado de mi asiento-. No te soporto como ser humano ni mucho menos como escritor. Si vine es porque no sé porqué demonios alguien como tú va a querer que yo venga a esta mierda de lugar.

- Precisamente es tu falta de aprecio hacia mí y hacia mi trabajo lo que hace que estés sentada en ese sillón. Verás, mi editorial me ha encargado un nuevo libro sobre vampiros, pero esta vez ambientado en algo más clásico. Ya sabes, castillos, poderes místicos, permisos para entrar... cosas de esas.

- Al menos así puede que quede mejor que la bazofia de tu anterior saga.

- Si, ya sé que no te gusta de mi trabajo. Teniendo en cuenta que te dedicas a pintar cuadros, sigue siendo un misterio para mí porqué dijiste de mí que era el escritor más inepto que habiás visto y leído en tu vida.

- Creo que el talento que tienes bien merecía un elogio a la altura.

- Muy aguda. En fin, vayamos al grano. No soy mucho de ambientarme antes de escribir una historia ni nada por el estilo, pero mis editores comenzaron a lanzarme demasiadas peticiones. Que si pon algún animal que defina la escena, que si un ambiente sórdido, que si un miembro de la nobleza... Así que por eso me vine aquí, a un sitio alejado y oscuro para poder empaparme de la cultura. Este castillo, aquí donde lo ves, perteneció al conde de Tartaglia, un tirano feudal como cualquier otro. Incluso creo que tienen un museo sobre él en el pueblo, pero ya sabes, habladurías de gente de pueblo.

- Yo soy de pueblo.

- Lo que sea. El caso es que llevo aquí más de un mes y soy incapaz de escribir algo que no sea superficial, sin sentido...

- Creía que a estas alturas estarías acostumbrado.

-... y no sé porqué -prosiguió, ignorando mi comentario-. Paseo en solitario por un castillo lleno de ruidos que podrían ser cualquier cosa. Aquí hasta las mañanas son siniestras y todo iría genial si no fuera porque un maldito gato golpea mi ventana todas las noches y no me deja dormir.

- Bueno, basta -dije, levantándome del sillón mientras comenzaba a ponerme la bufanda y el abrigo.

- ¿Qué ocurre?

- Que ya he perdido bastante mi tiempo. Ya creo que eres el escritor más inepto que he visto nunca. Me atrevería decir que el más inepto de toda la historia. Si te molestaras un poco en mirar a tu alrededor verías que tu maldita historia se está escribiendo sola. Si hubieras perdido diez minutos de tu tiempo en entrar en el museo del pueblo hubieras visto decenas de testimonios de hace quinientos años que aseguraban que en el castillo en el que ahora vives se podía oír gritar a multitud de hombres, presos de un sufrimiento terrible. Dicen que todavía huele a sangre en los calabozos, aunque apuesto a que ni siquiera habrás bajado. ¡Hasta un puñetero gato toca a tu ventana! ¿Qué más quieres?

Salí de allí, entre frustrada y enfadada. Avancé por el camino y un gato negro saltó de una rama cercana y se quedó, inmóvil, tres metros por delante de mí. La nieve estaba a ambos lados del camino y Esteban hacía rato que había cerrado la puerta del castillo, enojado también.

El minino, de tamaño medio, me miraba con unos ojos negros, profundos. Con la sabiduría de alguien que ha vivido mucho. Parecía sonreir. Finalmente saltó del camino y se perdió entre el bosque. Yo me acerqué a mi coche, entré y salí de allí.

Meses después, acababa de vender mi cuadro de Noche en el Castillo de Tartaglia cuando recibí una llamada telefónica. La editorial había cerrado el contrato con Esteban Mayor y, por lo visto y todavía en el castillo, éste se había suicidado. Consternada, fui a beber un vaso de agua a la cocina. Cené y me acosté.

Me tumbé, mirando a la ventana.

Y allí estaban, inmóviles y pacientes, como si siempre hubieran estado allí, aquellos ojos negros y profundos, implorándome entrar desde el otro lado.

jueves, 8 de octubre de 2009

Payaso triste

Aquél día volvía a casa del colegio como cualquier otro. Con mis ocho infantiles años todo parecía nuevo. Con la seguridad que da la rutina, giré la esquina que me llevaba a mi portal. Y justo allí, en la puerta de mi edificio, había un payaso. Ya había visto muchos. En la tele, en el circo... Pero aquél era distinto.

Llevaba un disfraz de un color azul chillón y una gran pajarita morada brillante. La cara pintada de blanco y unos grandes labios gruesos de un rojo intenso estaban pintados sobre su cara en forma de una sonrisa. Una peluca roja y una nariz a juego. Estaba sentado, con las manos agarradas en las rodillas. A ratos tenía la mirada fija en el suelo. Otras veces se quedaba mirando el horizonte, como imaginándose lejos de allí. Lejos del mundo.

Pero no eran esos pequeños detalles lo que le diferenciaba especialmente del resto de payasos. Aquel payaso era el primero al que yo había visto llorar. Parte de su maquillaje estaba disuelto por las lágrimas, y la sonrisa dibujada quedaba macabra en contraste con la cara de tristeza de aquel hombre.

Por primera vez pareció darse cuenta de mi presencia. Se esforzó en sonreir, pero su intento terminó en una especie de balbuceo culminado por un sordo sollozo.

Titubeé, sin saber muy bien qué hacer. Con la inocencia que caracteriza la infancia, me acerqué.

-Hola -le saludé.

-Hola -contestó, de manera apenas audible.

-¿Por qué estás triste?

-¿Por qué crees que estoy triste?

-Estás llorando.

- Buena observación.

Se hizo un silencio incómodo, el primero que recuerdo en mi vida.

-Odio mi trabajo.

-¿No te gusta ser payaso?

-Antes sí. Lo adoraba. Las risas de los niños eran todo lo que necesitaba para saber que lo que hacía merecía la pena. ¿Pero sabes? No lo merece.

-A mí me gustan los payasos...

-Ahora sí, pero ¿Y cuando crezcas? ¿Te acordarás de mí? ¿De alguna actuación infantil? ¿Pensarás que te ha servido para algo? No lo creo.

-¿Por qué? -cada frase mía iba sumiendo al payaso en una depresión mayor, mientras yo veía que la conversación iba alcanzando una altura que con esa edad no tenía.

-Recuerdo mi primera actuación. Era el cumpleaños de un chico de cinco años, con melena rubia y unos preciosos ojos castaños. Aquél día fue el que más se río de todos los que actuaron, y me llevé un grato recuerdo y una foto de él encima de mí que siempre llevaba conmigo en todas las actuaciones. Pasaron los años y yo seguí, ilusionado con mi trabajo. Hasta que diez años después , dando un paseo por la noche encontré a un joven tirado en la acera. Se encontraba tumbado, únicamente con la cabeza apoyada en el bordillo. Los brazos abiertos, como esperando una explicación, y las piernas se encontraban en un ángulo que parecía imposible. Su jersey negro llevaba restos de lo que parecía su propio vómito, que se encontraba desperdigado en torno al cuerpo. Iba a seguir mi camino hasta que me fijé más en el chaval. Un chico con melena rubia y unos ojos inconfundibles. Me acerqué a él, le dije quién era, pero me apartó de su lado con un empentón, diciendo que le dejara en paz. Le mostré la foto y la hizo añicos. Me escupió y dijo que un payaso siempre era un payaso. Y encontes entendí que yo pertenezco a una parte de la vida que la gente cada vez más se esfuerza por dejar atrás y olvidar. Se avergüenza de haber pasado tiempo conmigo. A partir de ese día en cada niño veo un reflejo de aquél chico de melena rubia y ojos castaños, y en cada persona más mayor veo gente que pretende olvidar haberme conocido. Y me he cansado. La gente no merece tener una infancia. Y yo no quiero proporcionársela.

Hacía rato que yo ya estaba llorando, pero no aguanté más. Entré corriendo en el portal, desconsolado.

-¡No huyas de tu infancia! ¡No tengas miedo por crecer! ¡Pero sobre todo, hazte un favor a ti mismo y no destroces tu vida!

Hoy en día, recuerdo con cariño aquella anécdota. No porque creciera antes ni porque me aferrara más a la infancia. Tampoco supuso un punto de inflexión. Pero fue aquella conversación la que hizo que, hoy día, lleve más de treinta años dedicándome a algo que me hace tremendamente feliz. Soy payaso.

Obviamente me entristece que las personas olviden esa parte de su vida. O mejor dicho, que renieguen de ella y hagan como si no hubiera existido. Pero me gusta pensar que hay gente que puede recordar con cariño haber estado conmigo.

Y, por encima de todo, creo que todo el mundo tiene derecho a una infancia, por mucho que luego la desperdicie en la inútil carrera hacia el futuro, donde uno tiende a olvidar todo lo aprendido.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Sin musa

Como cuando no dices nada porque no queda nada que decir. Cuando se rajan poco a poco los retales de una red enorme. Cuando un pintor observa delante de sí un lienzo que se torna gris sin haber trazado siquiera una mísera pincelada. Cuando sobre el cielo no hay nubes que hagan plasmar en el suelo las irregulares gotas de lluvia. Cuando le echas sal a la tierra y tratas de sembrar luego. Cuando un deportista pierde las piernas o un alfarero se queda sin barro.

Una habitación vacía con paredes blancas esperando a ser amueblada, pero sin nadie para darle el calor de la vida. Una guitarra sin cantautor. Un telescopio sin estrellas. Como un vacío inexplicable que parte las palabras en dos hasta que pierdan forma.

Un cuento sin niño que anhele conocer el final. Como una línea en el espacio.

Una pluma sin tinta.

Un folio sin inspiración.

Un ataúd sin muerto.

Un todo sin nada.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Fallar

La calle estaba casi vacía, debido a la hora de la noche en la cual se encontraban. Ellos dos se miraban con la comprensión que da la confianza, con la confianza que da el afecto y con el afecto que da el amor. En el fondo era irrelevante que Él tuviera los ojos llorosos o que en el rostro de Ella se reflejara la contrariedad de querer ayudar y no saber cómo. Ninguno hablaba, bien porque no hiciera falta o bien porque estaba ya todo dicho.

Las farolas parecían los focos que iluminaban lo que sólo era un escenario, por el cual los dos actores iban avanzando. Cada uno representando su papel. Ella el de persona comprensiva pero impotente ante una situación que no debería producirse. Él frustrado ante la perspectiva de que daba igual lo que hiciera, daba igual lo mucho que se esforzase o que se prometiese a sí mismo una y otra vez que podía con aquello (o mejor dicho, que podía con él mismo).

Ambos deseaban sentir al otro cerca, pensar que aquél mal rato estaba sólo en sus cabezas. Dormir durante uno o dos días, con la esperanza de despertarse y darse cuenta de que había sido un sueño. Y sin embargo, caminaban a una distancia de seguridad, como si al tocarse fuera a producirse una descarga eléctrica. Y en el fondo así era.

Y como siempre, una sonrisa de Ella sacó de su ensoñación a Él. Sus ojos volvieron a cruzarse y de nuevo intercambiar palabras hubiera sido superfluo. Se dijeron todo, en el sentido más amplio, sencillo y sincero, sin que ningún sonido saliera de ninguna de sus bocas.

Al final se despidieron, cada uno con dirección a su hogar. Ella regresando inmerecidamente cabizbaja a su casa. Él, temeroso de creer que la estaba fallando. Que no se merecía su comportamiento y diciéndose a sí mismo, como siempre, que la próxima vez sería mejor. Le aterrorizaba pensar que la estaba perdiendo poco a poco, y trataba de atesorar en su memoria todas las sonrisas suyas que había podido contemplar.

Era muy probable que al día siguiente todo aquello le pareciera irrisorio o sin razón de ser y que volvieran los buenos momentos. Sin embargo seguiría pensando que no estaba respondiendo como se merecía a Ella.

No obstante, le consolaba pensar que, a su modo, los focos no se habían apagado todavía. Que quedaba mucho escenario por recorrer.

Y que los actores seguirían avanzando. Unas veces un poco separados. Casi siempre abrazados.

Pero siempre juntos.

sábado, 25 de julio de 2009

Velada

El salón únicamente estaba alumbrado por una lámpara, y hacía tiempo que, fuera, las farolas daban luz a la ciudad. Sentado en un cómodo sofá de cuero, observaba como mi compañero de velada daba vueltas alrededor de una habitación atestada de libros sobre estanterías. Algunos de esos libros tenían su nombre impreso en el lomo. Paseaba nervioso, como era costumbre en él, pese a que no parecía preocupado. Era bastante activo e incapaz de permanecer quieto y, las más ocasiones, callado.

Yo, en cambio, nunca he sido mucho de hablar. Sentado, allí, apuraba el cigarrillo que sostenía entre mis dedos y observaba, con desdén, cómo mi vaso de whisky comenzaba a terminarse. Mi amigo no tomaba nada, como era ya habitual en él. Observaba yo el techo, completamente absorto, sabiendo que tarde o temprano él acabaría por sacar conversación. Finalmente, mis predicciones dieron su fruto.

- ¿Sabes? Muchas veces me pregunto hasta qué punto nuestras formas de expresión son distintas. Quiero decir, eres un compositor de éxito, tus discos se venden bien, no así como la mayoría de mis libros, que en muchas ocasiones ni yo alcanzo a comprender. Siempre he entendido que eres un músico realmente capaz por lo que se dice, si bien yo no tenga realmente herramientas para saber hasta qué punto eso es cierto. No obstante, lo que expresas, me parece en muchas ocasiones frío, como si tus canciones no fueran del todo un reflejo de ti.

- Bueno, eso es muy relavito, ya lo sabes –contesté, apoyando el vaso en la mesa tras haberlo terminado del todo durante la exposición de mi interlocutor-. Siento lo que canto como una forma de mostrar cosas que veo o de cosas que me impresionan.

- Quizá yo sea más visceral en mi correspondiente arte. No negaré que hay canciones tuyas que realmente me llegan o emocionan, pero es con mis escritos, tanto cuando trabajo con ellos como cuando simplemente los releo, cuando realmente llego a sentir lo que estoy recibiendo.

- No entiendo.

Se levantó y fue hacia la ventana. Solía abrirla después de que alguien estuviera mucho tiempo fumando en su salón. Pareció que algo llamó su atención y pidió que me acercara a la ventana. Afuera, un grupo de jóvenes estaban pegándose.

- Se podría decir que mi forma de expresión se asemeja a eso que ves.

- Oh, por favor, no empieces. Esa gente va metida hasta el culo, no creo que puedas encontrar un ejemplo de algo que se te parezca menos.

- No negaré que odio a esa gente. Sabes de sobra que considero ese tipo de vida y actividades como una forma inútil de evadirse y un patético intento por dejar de pensar en lo asquerosa y vacía que es su vida. Conoces lo que siento cuando esos temas me tocan de cerca y pocas personas aprecian del mismo modo que tú, querido amigo, el vacío que siento en esos casos. Alguna vez he sentido deseos de hacer volar por los aires a ese tipo de personas y su falta total de apego y aprecio a la vida me dan ganas de vomitar. Tú mismo me dijiste en una ocasión que considerabas que no entendía porqué había personas que necesitaban en algún momento dejar de ser ellas mismas para pasárselo bien, y acertaste de pleno. Y, no obstante, en ejemplos como este, puedo entender porqué mi forma de expresión es mucho más visceral que la tuya.

- No lo entiendo. Dices que odias a esa gente pero que identificas tu forma de expresión con una reyerta entre borrachos.

- Bueno, todo tiene una explicación. ¿Ves a aquél chico en el suelo, sangrando? Ha caído, está hundido. Sin embargo –mientras hablaba, el chaval comenzó a levantarse-, es capaz de sobreponerse, ir hacia aquello a lo que odia y golpear –mientras hablaba, el muchacho comenzó a correr y empujó a otro, mucho más grande que él, al suelo. Una vez allí, comenzó a propinar puñetazos al chaval inmovilizado-. Del mismo modo que ese muchacho descarga su ira contra una cara, yo lo hago con un folio. Él no será del todo consciente de lo que pasa y sólo cuando lo que tenga delante sea una masa sanguinolenta que diste de ser una cara, será consciente de qué ha hecho. Lo mismo me pasa a mí, para mí las palabras no dejan de ser otro tipo de puñetazos. Mis textos son una forma alternativa al lloro, a la tristeza, a la melancolía. Precisamente por eso puedo llegar a identificar eso.

Estuvimos durante un rato en silencio, observando la reyerta. Hacía tiempo que la persona inmovilizada no se movía, pero la persona de encima seguía golpeando. Finalmente, mi amigo se giró y cogió la botella de whisky de la mesa y volvió hacia la ventana.

- ¿Vas a volver a beber?

- No. Sin embargo, aunque pueda reconocer en esa violencia mi forma de expresión, has acertado en una cosa. Una cosa crucial.

- ¿El qué?

- Que odio a esa gente.

Al terminar la frase, lanzó la botella, que impactó sonoramente en la cabeza del chico, que continuaba golpeando. El vidrio se hizo añicos, y el cuerpo cayó sonoramente al suelo. La cantidad de sangre que manaba y el tamaño de la brecha hacían pensar que ya estaba muerto. Yo estaba aterrado. El que hasta hace unos segundos estaba lanzando el proyectil cristalino por la ventana, se giró hacia mí.

- Quizá, para redondear esta velada, cabría decir que tú y yo somos partes de una misma persona, pero sería mentir. Pobre de aquél que tenga que albergar en su interior dos personalidades tan contrapuestas como la nuestra. También podríamos decir que necesitamos el uno del otro para coexistir, pero podríamos hacerlo, sólo que quizá seríamos distintos. En realidad, sólo hay una forma buena de terminar con esta noche.

- ¿Cuál? –contesté, perplejo.

- Yéndote. Tengo que escribir.

martes, 16 de junio de 2009

Edunel I

Me da la sensación de estar escoltado por dos grandes montañas vestidas con bata blanca que me sujetan con firmeza. El presidente de la junta que está decidiendo el estado de mi salud mental me mira. No distingo bien su cara. Por mi mente pasan distintas opciones.

En una, muestra una macabra sonrisa y me mira con crueldad. En otra, siente con tristeza tener que acarrear con la carga de tener que decidir sobre mi futuro. A veces mostraba indiferencia e incluso rechazo. En una versión hasta me golpeaba. No obstante, todos los rostros convergieron en una misma realidad.

Miguel Díaz. Mentalmente inestable. Sufre de habituales paranoias, falta de atención. Enumera distintas dolencias que no entiendo, pero que se traducen en un inapelable hecho. Incapaz de poder vivir en sociedad.

Me conducen a mi nuevo lugar de residencia. Un manicomio, u hospital psiquiátrico, como los llaman ahora. Las paredes blancas, completamente frías e impersonales. Las puertas de las habitaciones, de un verde apagado, van pasando tras de sí una tras otra, firmes como si me estuvieran haciendo pasillo.

La voz que me acompaña me comenta cosas como lo bien que voy a vivir allí. Me lleva hasta mi habitación. Por lo visto soy lo suficientemente estable como para no necesitar paredes acolchadas. Alzo la vista y veo por primera vez la cabeza de mi guía. Es la misma que tendría un toro cualquiera. Agito la cabeza. Sé que no es real. Pero la cabeza sigue allí, con una firmeza y consistencia que roza el insulto.

Aprieto los dientes y trato de ignorarla. Mi cabeza comienza a tener pequeños espasmos que mi acompañante advierte enseguida. Trata de calmarme y me dice que me acompañará a la zona de descanso. Me mueve a través de un recorrido que parece interesante únicamente por lo nuevo, pues no hay nada en él que merezca la pena recordar. O quizá haya algo que merezca la pena recordar pero fui incapaz de verlo.

Miro la sala a donde me conduce. Soy incapaz de discernir si todos los internos son conscientes de su situación, o si soy el único capaz de ver que está encerrado. Sobre una silla, hay una muchacha con las rodillas agarradas, tarareando una canción que no llego a reconocer. Varias personas corren alrededor de una columna invisible. Unos cuantos se concentran en torno a un televisor donde aparecen dibujos animados. Un hombre juega con un tren imaginario. Una mujer lee un libro, sentada tranquilamente.

Me siento a su lado, tratando de ver el título de la obra. Hamlet. Recuerdo haberla leído. Si la memoria no me falla, fue hace cuatro veranos, sentado en la terraza, frente al mar. La paz que se respiraba entonces… Los recuerdos se agolpan en mí, y de mis pulmones brota un suspiro que hace que la chica levante los ojos del libro. Sonríe, con dulzura. La primera cara amable que recuerdo en mucho tiempo y ni siquiera sé si es real.

- No me suena tu cara. ¿Eres nuevo? –me pregunta. Su voz suena como una cascada. Como el aleteo de miles de mariposas. Como sentir el Sol en la cara. Como el sueño de dos enamorados.
- Acabo de llegar. ¿Tú llevas mucho?
- No recuerdo mi vida fuera de aquí, y sinceramente no creo que importe mucho. Ahora soy quien soy y me gusta.
- Pareces una persona bastante cabal. No entiendo qué puedes hacer aquí.
- Bueno, como ya te he dicho, no sé cómo era mi vida antes. Ahora sólo sé que mi vida es lo que yo quiero que sea en cada momento. Y bueno, supongo que si sigo aquí, es por Edunel.
- ¿Edunel? –pregunto, extrañado-. ¿Qué es eso?
- No suelo contarlo, y como puedes observar –hizo un abanico con el brazo, señalando al resto de personas de la estancia-, no hay muchas personas con las que merezca la pena hablar aquí. Quién sabe, a lo mejor serás tú la primera persona que oiga la historia de Edunel, pero no será hoy. Pero bueno, no interrumpamos lo que parece ser una agradable conversación por algo así. Cuéntame, ¿Qué hace que estés aquí?
- Creí ver una paloma blanca encima de un policía. Se reía de mí, me insultaba. Me gritaba que estaba loco, que había perdido el juicio. Al final ni siquiera veía al policía. Salté sobre su cabeza, gritando y llorando. Al final me arrestaron y al tomarme declaración llamaron a lo que ellos denominaron “un experto”. Después, todo es una niebla de conversaciones que han hecho que termine aquí.

Un tenso silencio se adueñó de la sala. El tiempo pareció detenerse. Nuestros ojos se cruzaron. Algo cálido se apoderó de mí y cerré los párpados, tratando de memorizar la sensación, abrazarla con fuerza y pensar que duraría para siempre. El caos en el que se había convertido todo parecía insignificante ante el espasmo que salpicaba todos los rincones de mi consciencia. Como el mar revuelto. Como un grupo de caballos corriendo salvajes por un camino de tierra. Como una bandada de gaviotas sonriendo a las nubes.

Pasaron los meses.

Los mejores meses de mi vida.

Todas las tardes me dirigía a la zona de descanso y hablaba con aquella chica. Pude desvelar mis inquietudes, filosofar, reír. Todo junto a ella. Como una flor abriéndose. Como escuchar el palpitar de un corazón apretando la oreja contra un pecho. Como un globo sin nadie que lo sujete.

No éramos dados a grandes palabras, a discursos elocuentes o a conversaciones trascendentales. Discerníamos acerca del porqué del color del cielo. Nuestros debates podían tratar temas como el porqué de las cerezas o cuál es el motivo de que las lágrimas nazcan en los ojos.

No buscábamos, empero, una explicación científica. Llegamos a la conclusión de que el cielo empezó a ser azul cuando éste se enamoró de un pavo real. Acertamos a decir que las cerezas nacieron fruto de la tristeza de un niño al que le habían roto el corazón sentado bajo un cerezo, llorando desconsolado la pérdida de su primer amor. Afirmamos, sin miedo, que las lágrimas era una condensación de la felicidad que se escapaba cuando estábamos tristes.

Una noche, contemplando las estrellas a través de una ventana enrejada, recordé mi primera conversación con ella. Yo estaba de espaldas a ella mientras me acariciaba el pelo, y la ventana estaba a escasos centímetros de mi cara.

- ¿Recuerdas nuestra primera conversación? –dije.
- Claro –su voz sonaba animada-. La primera interesante que tuve en mucho tiempo.
- Hablaste sobre Edunel, pero me dijiste que todavía no podías contarme su historia. ¿Crees que hoy será el día?
- Si así lo quieres, te narraré la historia. Empieza con una niña pequeña, joven e inexperta en el arte de la pantomima. Todo lo que hacía era un esfuerzo intenso por parecerse a los demás, por hacer las cosas como ellos querían. Afirmaba lo que querían oír y se amoldó a una realidad que le impusieron. Aceptó todo lo impuesto como verdad dogmática, incluso lo insinuado o lo aconsejado. Apartaba de su pensamiento cualquier tipo de idea extraña, por mucho que le interesara. Hasta que un día se cansó. De su cabeza volaron todas las ideas que conforman Edunel. Le bastaba pensar en algo para creer que era cierto. Construyó una realidad alterna, pero, ¿Quién puede culparla? La coartaron hasta el punto de que explotó.
- Bueno, pero esa niña no vivía realmente todo lo que se imaginaba. Únicamente creyó vivirlo.
- Oh, vamos. No hables como si fueras el psiquiatra y yo la paciente. Ella creía que era cierto. Vivió de puertas para fuera tal y como la gente quería que se comportara, pero dentro de ella vivía aventuras. Surcaba los mares en busca de tesoros. Lideró batallas. Compartió experiencias con personajes únicos. ¿Ves aquella estrella? –su brazo señaló un brillante punto en el firmamento. Asentí-. Ella estuvo allí. Cada minuto en Edunel fue para ella un aprendizaje. Desear vivir tal y como ella deseaba hizo todo aquello tangible, transformó su sueño en conocimiento.
- No es un conocimiento real.
- El grado de realidad depende de la percepción si hablamos de experiencias. En su mundo lo que aprendía tenía sentido y repercusión allí. Nadie en todo Edunel era capaz de manejar los barcos como ella, aunque no era muy diestra en el manejo de la espada. Patentó viajes a los lugares más lejanos del cosmos y tuvo que admitir la sabiduría del anciano que vivía en la colina situada junto al río Euler. Era consciente de que aquello no podía ser útil en su oficina, para ir a coger el autobús o para comprar el pan. Pero le importaba poco.

Se hizo el silencio. Giré la cabeza. Sus ojos, fijos en el cielo, brillaban reflejo del entusiasmo y de la ilusión con la que describió el relato. Cuando vio que la estaba mirando, sonrío. Acarició mi mejilla y me besó. Suspiró.

- Quién sabe qué nos depara este universo. Quién sabe qué nos deparará Edunel. Vivamos como creamos adecuado, pero no olvidemos cuáles son nuestros anhelos. A fuerza de soñar he descubierto qué es lo que quiero –cerró los ojos-. ¿Lo sabes tú?

Justo al terminar la frase, desapareció.

miércoles, 22 de abril de 2009

Color

“El genial pintor Pedro Villalobos ha sido ingresado hoy, doce de julio, en el hospital de Buena Esperanza. Su estado es crítico y los médicos desconocen si logrará superar su enfermedad. El que es uno de los artistas más influyentes de este siglo se encuentra en su habitación, acompañado por sus familiares y amigos, que se hallan apoyándole en estos difíciles momentos que…”

Asqueado, arrojé el periódico a la papelera. Frente a aquella puerta transparente, podía observar con claridad cómo gente con bata pasaba apresurada frente a mí. Cuando me disponía a entrar oí a lo lejos el ruido de sirenas atravesando con prisa la ciudad. El lugar era tan sumamente deprimente como cabía esperar. Gente ya sin vida en los ojos caminaban como zombis, dando lo que quizá fueran sus últimos pasos. Allá donde miraba sólo podía ver decadencia y escayola, depresión y muletas, enfermedad y estetoscopios. Preguntó en recepción por la habitación de mi padre y me encaminé hacia allí.

Planta cuarta. Oncología. Habitación cuatrocientos veintiocho.

Allí el ambiente todavía era más opresivo. Allí la muerte había decidido ir de vacaciones y consideró oportuno quedarse a vivir. Avancé despacio, lentamente. Era como si todo lo que me rodeaba me hubiera contagiado de tristeza y de una quietud de ultratumba. Finalmente llegué. Habitación cuatrocientos veintiocho. La habitación de Pedro Villalobos.

Abrí la puerta y observé la habitación. De frente se observaba una gran ventana tras unas ligeras cortinas blancas que dejaban pasar la luz. A la izquierda, a lo alto y pegada a la pared, una televisión, encarada hacia una cama, que se encontraba a la izquierda, pegada a la pared opuesta. Al lado de la cama, una mesilla con una lámpara.

Toda la habitación desprendía la típica monotonía de la clínica. Todo, a excepción de un caballete que soportaba un lienzo que daba a la cabecera de la cama. Sobre la mesilla, una paleta cuyos colores se habían secado ya.

Al acercarme un poco más a la cama, pude observar que el lienzo estaba completamente pintado de negro. Giré a la derecha para situarme cerca de su cabeza. Entonces abrió los ojos por vez primera desde que yo entrara. Estaban completamente oscuros, casi apagados. Me miró, mientras suspiraba.

- No pensaba que fueras a venir –su voz sonaba completamente ronca, como si fuera un fantasma el que hablara más que un ser humano.
- No creo que merezcas morir solo.
- No entiendo el porqué. Nadie me ha importado desde hace demasiado tiempo –cada palabra le costaba mucho rato, como si pensara cada fonema antes de decirlo. A ratos, parecía que se atragantaba con su propio aire-. No te presté la atención que merecías y me dejé arrastrar por mi propia desidia.
- Ya vale papá, no hagas esto más difícil.
- Papá… se me hace raro oír eso.

Aparté la vista y miré el mobiliario, aparentando que me interesaba. Recorrí la estancia despacio y dejé mi chaqueta sobre el respaldo de una silla. Me senté y miré a mi padre. Había vuelto a cerrar los ojos y decidí observa la ventana. Los jardines del hospital estaban llenos de personas en sillas de ruedas empujadas por enfermeras. Las puertas albergaban a gran cantidad de residentes que aprovechaban el exterior para poder fumar algún pitillo. Un pájaro se posó sobre el alféizar de una habitación vecina.

- ¿Cómo está tu madre?

Me giré, sobresaltado. Viéndole ahí, tumbado, me parecía increíble que se tratara de la misma persona de hace unos años.

- Bueno, va tirando. Está de viaje con Luis durante una semana. Se han llevado a Sarita.
- Me alegro de que sea feliz – su afirmación se notaba sincera, aunque no hubo ningún cambio en el tono de su voz.
- ¿Y este cuadro? –dije, abruptamente. Nunca se me dio bien cambiar de tema.
- Supongo que es la culminación de mi vida.
- ¿No querrás decir obra?
- ¿Qué diferencia hay?

Me di por vencido y decidí ir al baño a mear. Al salir mi padre seguía ahí, donde cabía esperar. Su vida se iba agotando y nada parecía advertirlo.

- ¿Y este cuadro representa algo? –él pareció sonreír.
- Llevo tanto tiempo pintando que siempre veo mis cuadros como gritos desesperados exponiendo claramente lo que quiero o necesito expresar… Aunque no creo que hayas visto muchos de mis cuadros.
- De niño odiaba cuando me echabas de tu estudio, ya lo sabes. Nunca he prestado mucha atención a tu obra.
- ¿Puedes hacerme un favor? Acércame un libro con la tapa naranja… está en la maleta, dentro del armario…

Mientras todavía me acongojaba lo apagado de su voz, me acerqué hacia donde me había indicado. En el interior encontré una maleta grande, sin ruedas y de color verde. Rebuscando en su interior hallé el volumen del que me hablaba mi progenitor. Se trataba de un tratado sobre artistas contemporáneos. Me acerqué a la cama y se lo ofrecí a mi padre, el cual negó con la cabeza.

- Ábrelo por la página ciento sesenta y cinco -a mitad de aquella página había una foto de mi padre. En aquella imagen tendría unos veinte años-. Por favor, léeme lo que pone…
- “Pedro Villalobos –recité-, es uno de los pintores que más han influido en las generaciones que ahora comienzan en el mundo del arte pictórico. Muchos y diversos han sido los temas de sus obras, aunque con un claro cambio, sobre todo en esta, su última etapa. Recordemos que mientras en sus inicios (Pasión, Verde, Amanecer en Alcorisa…) sus obras estaban llenas de color y de personas alegres, sus últimas obras (Olvido, Soledad, Llanto, Impotencia) transmiten una gran desazón. Ignorando esto, la temática ha sido de lo más variada. Desde el tema íntimo y personal hasta paisajes, pasando por temas de índole espiritual e incluso político. “

Un suspiro muy profundo por parte de él hizo que detuviera la lectura. Cerré el libro y me acerqué para comprobar su estado de salud.

- No te preocupes, aún sigo aquí.

Se produjo en ese instante un largo y tenso silencio, como si el peso de lo trascendental se cerniera sobre nosotros, cuando en realidad no éramos más que los protagonistas de una historia cualquiera.

- ¿Por qué ese cambio en tus cuadros? ¿Qué pasó? Quiero decir, incluso recuerdo que antes no había quien te quitara la sonrisa de la cara, y de repente te transformaste en una mueca de lo que fuiste.
- Bueno, coincidieron muchas cosas. Tu madre me dejó, y lo que en su día eran dos personas abrazadas en la playa al atardecer se transformaron en un hombre de espaldas abrazando a una mujer con caras deformadas por la tristeza. Lo que eran esplendorosos recorridos, montañas altas y frondosos árboles se transformaron en un desierto de arena negra. Perdí la fe en el ser humano y lo que era gente defendiendo con firmeza sus opiniones se cambió por imágenes de muerte y guerras. Al final no pude ver nada de bueno en la vida y terminé por pintar el cuadro que ves aquí. Cuando echo la vista atrás y observo mis pinturas anteriores no puedo más que sobrecogerme al poder ver con tal nitidez lo feliz que era y lo desdichado que me siento. Mi tiempo se termina y me iré con mi alma impregnada de ébano. Pensaba que solo, pero tampoco eso cambia mucho.
- Mira papá –dije tras digerir lo que aquél pobre desdichado que era mi padre me acababa de contar-, puedes pensar lo que quieras. Lo has pasado mal en esta vida, eso no te lo va a quitar nadie. Has amado y has perdido. Has creído y te defraudaron. Has creado esperanzas en cosas que te han fallado. Nadie podrá decirte que hayas tenido fácil nada. Pero has creído, has amado y esperabas algo de la vida. Y si no hubieras estado tan sumamente cegado por tu dolor, quizá hubieras podido tener la presencia de ánimo como para intentar ser feliz. Elegiste el camino de la autocompasión, bueno, es tu elección. Pero yo todavía quiero creer que hay algo de bueno en la vida.

En el instante de acabar me arrepentí en parte de lo dicho. No dejaba de ser un moribundo y le estaba dando lecciones de cómo vivir y sufrir.

- Mira papá, lo siento…
- Tienes razón –su voz sonaba muy débil, incluso para su estado. Cuando me incorporé para verle mejor, pude observar que una pequeña lágrima resbalaba por su mejilla-. No quiero irme así, quiero creer en algo… -apenas podía respirar ya. Tragando con esfuerzo trató de incorporarse pero calló sobre la almohada-. Hazme un favor… tráeme un pequeño bote de color blanco… está en la misma maleta que antes… Ah… y trae también un pequeño pincel…

No entendí el porqué de aquello, pero obedecí, no obstante.

- Ahora, moja el pincel en la pintura.
- Papá, sabes que nunca tuve mano para el dibujo o la pintura.
- No quiero que tú pintes, esto es algo que debo hacer yo. Ponme el pincel en la mano, por favor –lo hice, con mi mano temblando-. Gracias…
Su voz sonaba todavía más débil. Me giré hacia el caballete. Seguía completamente negro.
- Papá, ¿Te acerco el caballete? –no hubo respuesta. Las máquinas comenzaron a pitar ensordecedoramente. Dos enfermeras entraron corriendo tras un doctor, que no pudo hacer nada más que confirmar la muerte. Ni siquiera me moví del sitio donde me encontraba. Lo más curioso de todo era que no me sorprendió su partida en ese preciso momento.

Y prometo por encima de todo aquello que aprecio que, tras el funeral, al colocar el cuadro en mi pequeño despacho, un pequeño punto blanco sobresalía por encima del negro dominante, justo en el centro del lienzo. Y abajo del todo, a la derecha, un pequeño garabato. La inconfundible firma de mi padre, a fecha del doce de julio de 2009.

viernes, 10 de abril de 2009

Poesía

Aquel día amaneció como todos los anteriores. El Sol, perezoso, salió por el Este, poco a poco, inundando de luz las ventanas de su cuarto. Una habitación cualquiera, como lo puede ser la tuya o la mía. Pero no era mía ni tuya, era suya. Él, poeta de profesión (por decir algo), se desperezó, encontrándose en ese estado de consciencia en el que uno es capaz de interactuar con mayor o menor fortuna con el medio, pero que luego no se sabe a ciencia cierta si esa interacción tuvo o no lugar.

Quitándose las legañas y en calzoncillos, se levantó de una forma para nada estética, estando a punto de tropezarse y caer con sus propias zapatillas de felpa. Se encaminó hacia el baño con andar algo torpe y sin el menor atisbo de lucidez, rascándose la cabeza. Una vez en el lavabo se encontró de golpe con su propia cara, reflejada en el espejo. Bostezó sonoramente a su imagen y empezó con la rutinaria tarea que era su higiene personal.

Al rato, sentado en la cocina, en bata y con la taza de café en la mano, se dispuso a leer el diario. Encontró en la sección de cultura y arte una breve mención a uno de sus poemas, lo cual lo alegró. Sintiéndose inspirado por esta aparición, se dirigió de esa guisa hacia su despacho, donde comenzó a escribir algo. Sentado en su sillón de cuero marrón y con la pluma ya en la mano, trató de rebuscar entre las vagas y somnolientas neuronas que dan lugar a la musa.

Del fondo de su alma salían las palabras que iban dando lugar a uno de los poemas que más lo estaban emocionando. De pronto, la sombra de la duda hizo acto de presencia en él al observar una de las palaras del poema. Algo contrariado, extrajo de entre los libros de la estanteria un pequeño volumen del mismo color y material que su sofá. Pasó con cuidado las páginas, rememorando pese al miedo el gozo que sintió durante la lectura de aquél ejemplar. A fin, detuvo su búsqueda. Allí, sobre el papel, se encontraban escritos, palabra por palabra, los versos que él había creído crear a partir de la nada.

Dejó el tomo en su sitio y se sentó, sin que sus ánimos mermaran. Arrojó el papel donde había estado escribiendo y extrajo uno nuevo. Se lanzó con renovadas energías en la tan necesaria activida de expresar lo que se siente. La naturaleza con la que los versos, nuevamente, encajaban uno con el otro encogía su estómago.

De nuevo, asombrado, creyó ver reflejado en una palabra algo que le resultaba familiar. Rebuscando entre las estanterías, halló el mismo poema exacto que se encontraba escribiendo. Durante toda la mañana esa misma escena se repitió una y otra vez.

Abatido, telefoneó a un colega suyo.

- No te vas a creer lo que me ha pasado...

- ¿Al ir a escribir has redactado algo que era de otro autor?

- ¿Cómo coño lo has sabido?

- He estado hablando con varios compañeros y nos ha pasado a todos lo mismo.

- ¿Por qué ocurre?

- Ese es el menor de nuestros problemas.

- ¿Qué quieres decir?

- Que ahora ya no se crearán más versos, ni más rimas ni nuevas sensaciones. No podremos expresar lo que sentimos. Estamos obligados a repetir y rememorar sueños de otros.

- ¿Entonces...?

- Entonces, querido amigo, vivimos en un mundo sin poesía.

domingo, 29 de marzo de 2009

Eternidad

Veintitrés años eran muchos. Más de la mitad de su vida compartida con la misma persona. Vio como gradualmente la pasión se convirtió en amor, el amor en cariño, el cariño en hastío y el hastío en la nada. Discusiones que se tornaban cada vez más frecuentes, cada vez más violentas. Se echaron miles de verdades y cientos de mentiras a la cara. Lo que una vez fueron románticas promesas acerca de algo que durara siempre se tornó en odio, indiferencia y cansancio.

Terminó todo, en cuerpo, alma y documentos. Él, triste y solo de nuevo, comenzó a divagar, a caminar sin rumbo conocido. Se mudó a otra casa, lejos de la antigua. Lejos de su anterior vida. Su rutina se redujo ahora a caminar taciturno desde el trabajo hasta su casa, donde entre pantallas que no le consolaban, se preguntaba qué le motivaba a levantarse de las mañanas obviando esa poderosa sensación de fuerza inercial que es el tener algún tipo de quehacer.

Una noche, cansado de estar triste, decidió salir. Algo más animado que los días anteriores, recorrió las calles y decidió entrar en el primer bar que le apeteciera. Al cabo del rato, encontró uno apropiado, y se encaminó hacia la entrada. El ambiente estaba oscuro, iluminado parcialmente por algunas bombillas rojas. Se acercó a la barra, pidió algo de beber y se sentó, mirando al espejo que había detras de las botellas. El reflejo le devolvió los ojos más profundos que había visto nunca. Le estaban mirando, con una mezcla de insinuación y curiosidad.

Él, nervioso y torpe, trató de coger su vaso con firmeza y confianza, pero éste resbaló y cayó al suelo. Vio como aquellos ojos sonreían con dulzura, mientras él trataba de recoger los cristales que se encontraban esparcidos por el suelo. Mientras se encontraba inmerso en la tera, observó como unas finas manos le ayudaban.

Al alzar la vista, se encontró de nuevo con aquellos iris que le habían devuelto la inseguridad de la juventud. Una mirada, una sola y única mirada, bastó para decirse todo. Ella vio miedo y soledad. Él, promesas de un futuro algo más colorido.

El resto de la noche lo pasaron hablando el uno con el otro, contándose todo lo que ya sabían gracias a ese intercambio de miradas. Una vez el bar cerró, pasaron largo rato paseando por las calles desiertas. En algún punto, uno de los dos cogió al otro de la mano, y así continuaron hasta que él, inseguro, le propuso ir a su apartamento. Ella accedió, sonriendo ante la inseguridad de aquél pobre hombre asustado.

Subir y besarse fue prácticamente una sola acción, mientras se despojaban con pasión de su ropa. El sudor de sus cuerpos desnudos devolvió calor al corazón de aquél desdichado. Durante unos breves lapsos de tiempo volvió a paladear el amar y ser amado. Posteriormente a esto, muchas personas opinaron que simplemente era sexo, ganas de pasar el rato. Pero lo que ella y él vivieron durante esa noche fue real e intenso. Se quisieron todo lo que alguien puede querer.

A la mañana siguiente, ella se topó en su cama con algo sin vida. Él había muerto durante la noche. Silenciosa y discreta fue su partida. Ella ni siquiera sabía su nombre, porque no era algo realmente importante. Llamó a la ambulancia pero al llegar sólo pudieron confirmarlo.

Durante el funeral, su afligida ex-mujer habló sobre él, sobre su vida y sobre su personalidad. Habló sobre el corto lapso de tiempo que él había vivido solo, sin nadie. Lloraba, desconsolada. Y su dolor no era falso, al contrario. Sentía con toda su alma la pérdida de aquél hombre. Todos los que estuvieron, pensaban que ella había sido la mujer de ese hombre, que la había amado para siempre. En realidad eran conscientes de que al final, ninguno de los dos sentía nada por el otro. Pero creían que era lo más próximo al amor eterno que esa persona había experimentado.

Desconocían la historia de aquella mujer. La mayoría no le habría dado importancia. Todos desconocían que, con su muerte, aquél hombre había concedido el don de lo eterno a aquella extraña. Lo que sintió a su muerte fue real, una sensación poderosa que mitigó el dolor que sentía. Fue feliz con una persona, la amó de forma sincera. Murió amándola.

Nadie podrá saber nunca qué habría pasado de no haber muerto. Podría haber durado meses, años. Podrían haberse separado a la mañana siguiente para no volver a verse nunca.

Pero ahora, sólo hay una cosa cierta.

Lo que sintió, durará para siempre.

domingo, 22 de marzo de 2009

Infancia

Quizá la gran cantidad de cambios que ha sufrido mi vida de un tiempo a esta parte no se entienda sin una explicación previa de todo lo que mi humilde y joven cuerpo ha tenido que experimentar. Siempre recuerdo en mi cara una ingenua sonrisa en mi más tierna infancia. Todos los días eran sinónimo de esperar algo, ya sea bueno o malo. Los lunes y miércoles, significaban entrenamiento. Terminar sudando a chorros después de estar corriendo detrás de un balón agotaba mis ilimitadas cantidades de energía. Esa sensación de poder correr miles y miles de kilómetros sin cansarte, como si una fuerza arrebatadora te subiera por el estómago y te hiciera poderoso y omnipotente.

Los martes y los jueves natación. No me entusiasmaba, pero hacía felices a mis padres. Un gran charco donde poder refrescarme, donde aprender a sobrevivir en un medio que no era el mío.

Me sentía bien al terminar cualquiera de las dos actividades. Allí, sudando, de vuelta a casa en el coche, con la merienda en la boca, mirando por la ventanilla. Llegar a casa, ducharme y disfrutar de lo que quedaba de tarde con cualquier tipo de actividad.

Los viernes significaba pasar la tarde en casa, jugando. Significaba bajar al parque de abajo de mi casa con mi mejor amigo y correr por correr. Carreras infinitas sin un fin concreto más allá del cansarse en la mejor compañía posible.

Los sábados partido. Ninguno de nosotros sabíamos muy bien qué hacíamos, pero seguíamos corriendo detras de aquella esfera de cuero gastado. Nadie estaba en su sitio, nadie hacía lo que técnicamente debía de hacer. Y no recuerdo mejores partidos que aquellos.

El domingo por la mañana significaba simular que mi cama era un barco pirata junto a mi padre. Quizá leer un cuento antes de comer. La tarde del domingo signifnicaba descansar y bajar al parque. Ir a casa de mi amigo. Que él viniera a la mía.

Recuerdo una pelota rodando veloz sobre las baldosas blancas que había en aquel parque sin vegetación. Veo las caras de mis compañeros de clase de entonces, muchas de las cuales he seguido viendo durante gran parte de mi existencia. Siento como si hubiera vivido ayer la emoción del viernes por la noche, tumbado en la cama y aguardando con ansia que llegara el día siguiente para poder ver a mis amigos durante el partido.

¿En qué punto se acabó todo aquello? ¿Cuándo se acabó esa energía inmensa? Detecto cada vez con más frecuencia que todas esas ansias por vivir la vida se me van pasando con lo años. Sustituyo con preocupante facilidad la supervivencia por los momentos presentes. Mi ilusión ha sido pisoteada por mí mismo y no tengo a nada ni a nadie que me espere con ganas para nada.

La pureza de la felicidad por la felicidad se ha disipado en un mar de preocupaciones absurdas. Amor, estudios, amistades, clases, coherencia... Lo que antes despertaba mi curiosidad, mis ansias por aprender y mis ganas de mejorar son considerados lastres para poder llegar a estar bien conmigo mismo.

Mi vitalidad se ha marchitado.

A menudo me pregunto a mí mismo qué ha pasado con ese pequeñajo de mirada asustadiza, con melena negra y ojos brillantes que solía pulular por mi casa con andar algo torpe, mirando todo con curiosidad.

Me pregunto dónde fueron a parar todos esos partidos de los sábados. No comprendo por qué he perdido las ganas de cansarme porque sí. Quisiera saber qué ha sido del parque.

Me pregunto quién hundió mi barco pirata de los domingos.

martes, 17 de marzo de 2009

Estrellas

El autobús avanza entre la selva de asfalto. Se balancea mínimamente y su movimiento patizambo produce modorra y tranquilidad a partes iguales. El Sol entra por la ventanilla contraria de donde yo me encuentro, de modo que mi cara se encuentra por fortuna lejos de sus rayos, aunque mi cuerpo no está lo suficientemente cerca como para sentir esa sensación de arropamiento que uno siente en sus mejores momentos. Estoy solo y casi todos los asientos se encuentran vacíos. Repantingado en mi asiento, observo pasar el tiempo lentamente, aunque yo no tengo prisa.

La música relaja mi mente poco a poco, y el calor y una voz tranquila me suman en un sopor que se niega a ser sueño. Veo mi vida ahora como si fuera en tercera persona. Mis problemas, mis alegrías y mis aspiraciones son sólo una visión borrosa que se difumina entre el remanso de paz en el que me hallo.

Tras la ventanilla veo el mismo paisaje calcado una y otra vez. Es la versión moderna de contar ovejitas. Observar como el mismo árbol se repite de forma secuencial a lo largo de un recorrido que estéticamente es siempre igual. Algún monte a lo lejos. Campos arados. Casas medio en ruinas. Campanarios. Señales. Humo.

La luz se apaga paulatinamente conforme el día se consume. El cielo se oscurece y parece que en él alguien enciende miles de pequeñas bombillas. Mis compañeros de viaje están demasiado inmersos en alguna conversación, en una sopa de letras o en la búsqueda del cartel que revele la cantidad de kilómetros que quedan para el regreso. Mis ojos, en cambio, no pueden apartar la vista del firmamento estrellado. Un momento para mí de parte de mí mismo. Mis sueños, tímido reflejo de lo que observo, parecen brillar con tierna dulzura entre la oscuridad.

Veo ahora todo con más tranquilidad. He cometido los suficientes errores en mi vida como para saber cuando estoy delante de uno. He disfrutado tanto que soy consciente en seguida de cuando un momento es, ha sido o será motivo de dicha. Sufrir se torna en ocasiones cotidiano. Pero es aquí, en mitad de la nada, tumbado y respirando aliviado, con la única preocupación de cuándo aparecerá el siguiente astro sobre el cielo, me doy cuenta de qué poco entiendo lo que realmente significa la palabra paz.

Llegando, las farolas iluminan el asfalto y el ajetreo de otra gran ciudad sacude mi momento de tranquilidad. Las estrellas desaparecen y lo que hacía brillar mi esperanza se apaga. Con la luz, se apagan las estrellas.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Camino

Pocas cosas por decir quedan.
Fuiste Sol bajo cielo nocturno.
Aún hoy tus rayos queman.

Todavía deambulo, taciturno,
agachada la cabeza,
solo, aguardando mi turno.

Mas sigue en mía la lúgubre certeza
de que luz ninguna guía mi camino.
Avanzo, desorientado entre la maleza,
maldiciendo mi destino.

viernes, 6 de marzo de 2009

Segundo

El viento enloquece mi pelo cuando camino, solitario, de vuelta a casa. No es muy tarde pero la calle está casi vacía. Algunas parejas vuelven del cine, de vuelta al hogar. Vagabundos beben latas de cerveza o cartones de vino barato mientras intercambian historias. La hoguera sobre la que narran parte de su vida, real o ficticia, es un símbolo de Ibercaja.

Desearía que lloviera. Poder alzar la cabeza hasta que gotas de agua fría resbalaran por mi mejilla. Otra vez. Mirar al cielo nublado con una sonrisa, mientras la humedad de mi piel helada me recuerda que estoy vivo. Otra vez.

La verdad es que un aire seco se me clava en el alma sin que yo pueda hacer nada. Otra vez. La fuerza del cierzo me impulsa en dirección contraria, imposibilitando como tantas otras veces mi avance. Otra vez. El pelo se me eriza y la boca se vuelve pastosa mientras cierro los ojos, imaginando que nada de eso es real.

Otras veces desearía que me atropellara un coche. Que mi cuerpo inerte se elevara hacia el cielo, descendiendo con brusquedad, destrozándome las articulaciones y tan vivo y tan pesado como un saco de boxeo. O que alguien me metiera una paliza sin motivo alguno. Una furiosa ráfaga de puñetazos y patadas. Que me dejaran exhausto, tirado en el suelo, sin esperanzas ni nada que mereciera la pena conservar. Rodeado de mi propia sangre coagulando. Que me destrozaran el tabique nasal de un codazo o que me rompieran los dedos uno a uno con un cascanueces.

Simplemente por hacer de el dolor algo tangible.

Algo solucionable. Una solución. Un medicamento. Una tirita. Vendas. Escayola. Pero algo con nombre, algo que poder contar, o medir. O al menos saber que no tiene remedio.

De vuelta, un hombre harapiento y tirado en el suelo, alarga la mano hacia un muro que tiene frente a él. No llega a tocar nada, y lo que quería tocar ni siquiera estaba ahí. Le miro durante un rato, meditando.

Al llegar a casa, tiro parte de la ropa que llevaba puesta sobre la cama, donde me siento. Me agarro el pelo con las dos manos, respirando profundamente. Me compadezco. Compadezco a aquellos que se acercan a mí. Lanzo una muda disculpa a la humanidad.

Y es entonces cuando soy consciente de que un Segundo pasa más lentamente de lo que parece.

sábado, 21 de febrero de 2009

Noches de portal

El cielo oscuro nos arropa conforme avanzamos, a ratos en silencio, a ratos inmersos en las más variopintas conversaciones. Unas veces caminamos agarrados, otras cada uno se hace dueño de sus propios pasos. Fragmentos del recorrido los hacemos animados, otros pensativos y en silencio. A pesar del día en que nos encontramos y contra todo lo que uno hubiera podido imaginar, las calles están desiertas. Realmente somos dos en medio de la nada. Una nada compuesta por edificios carentes de alma, de automóviles inanimados y de farolas que no alumbran a nadie.

Sigue sin haber estrellas. Y se echan de menos.

Nos acercamos otra vez al lugar. La puerta de mi edificio se ofrece nuevamente voluntaria para albergar nuestros cuerpos, nuestros pensamientos y nuestros anhelos. Nos tiramos, despreocupados. Ciertos momentos yo la aguanto a ella. Otros, ella me aguanta a mí. Divagamos sobre nuestra vida, nuestras relaciones. Nuestras preocuaciones. Sobre nimiedades y sobre asuntos que dan que pensar. Nuestros miedos. Sobre la amistad, sobre el amor. Sobre el terror a según qué finales.Sobre momentos especiales.

Nuestros momentos especiales.

Y es entonces cuando nada más importa. Quizá sea una forma no convencional de pasar el tiempo nocturno. Tal vez deberíamos resignarnos y hacer cosas más propias de nuestra generación. Puede que, una vez salgamos de aquí cada cual vuelva a adquirir su rol. Pero cuando estamos sentados aquí, lo único realmente relevante son las ganas de compartir tiempo, problemas y conversación con la otra persona.

Como todas las noches, el tiempo se termina. El frío nos atrapa sin sorpresa en la calle y la acompaño a por un taxi mientras ambos tiritamos a causa del contraste de la temperatura.

Una vez nos hemos despedido, mi cara debe resultar extrañamente macabra de vuelta al hogar, pues sonrío mientras mis dientes castañean con fuerza. Pero no puedo evitar hacer ninguna de las dos cosas.

sábado, 14 de febrero de 2009

Árbol

El viento mecía las hojas de los árboles y el Sol iluminaba todos los rincones del bosque. Hojas resecas se mezclaban con el verde césped y todo era paz. Ni un movimiento fuera de su sitio. Uno de esos días que curan el alma y elevan el espíritu.

En un lugar, en el borde de un claro, había un árbol. Alto, esplendoroso. Su copa parecía acariciar el cielo con sus ramas. Viejo y sabio como el mundo mismo. Había aprendido conforme crecía y ahora se erigía, observando todo con la comprensión del que lee un libro por segunda vez. Nada dependía crucialmente de él, y nadie se imaginaba esa gran extensión de vegetación y fauna sin su presencia.

Sobre una de sus ramas, había un cuervo. Su negro plumaje contrastaba con la sensación de vida que transmitía el antiguo y venerable vegetal. Su cabeza se giraba constantemente, pretendiendo quizá obtener la misma sapiencia que el amasijo arbóreo sobre el que estaba apoyado. No estaba quieto, pero parecía decidido, como si supiera a dónde iba.

Así transcurría su vida. Muchos trataron de acercarse a él, de comprenderle. La mayoría se cansaron. Otros se acercaban periódicamente a charlar. Se empezinaban en descifrar un puzzle sin piezas. Un problema sin incógnitas.

Unas veces saltaba a otra rama, y ese día parecía más relajado, como si tuviera delante suyo la respuesta del infinito. Otras, descendía, y se dejaba caer, abatido. Muchas veces se le dio por muerto. Quizá no anduvieran desencaminados.

Un día un zorro se acercó. Le parecía que, por proximidad, el cuervo debía de ser tan sabio como el propio árbol. Comenzaron a charlar. El zorro le contó sus dudas, sus inquietudes. Como cada vez que hablaba con alguien, el ave saltaba mientras hablaba. Nerviosamente subía y bajaba, subía y bajaba.

El zorro le preguntó el porqué de ese movimiento. Era la primera vez que le hacían esa pregunta.

- Este árbol representa todo lo que sé- le contestó la pequeña y nerviosa ave-. Cada vez que pienso, replanteo cosas que sabía y tengo que volver a construirlo todo. Por eso bajo. Cuando creo que algo es cierto, subo un poco. Estoy apoyado aquí porque quiero llegar a la última rama, ver qué hay más allá del claro. Que este viejo del bosque me transmita parte de lo que sabe.

- ¿Y una vez que llegues arriba?

- Ya te lo he dicho, veré qué hay más allá -el cuervo subió una rama por encima.

- ¿Para qué?

- ¿Hace falta un motivo?

- Creo que todo el mundo tiene un motivo para hacer algo, aunque sea un motivo absurdo.

El cuervo bajó a la rama inferior.

- En ese caso, mi motivo es que quiero ver qué hay más allá.

El cuervo subió a donde estaba previamente.

- Se te ve tan lejos de mí desde donde estás.

El cuervo se detuvo. Se quedó mirando de frente, hacia el infinito. Desplegó sus alas y se separó del lugar donde había estado toda su vida. Atravesó la distancia que los separaba y se posó sobre su nariz.

- Olvida el miedo- le dijo-. Las palabras siempre están a la misma altura, estés donde estés. Ignorante aquél que le dé valor sólo al lugar de donde procedan.

Tras esto, voló directamente hacia la última rama del gran árbol. Miró de frente y por un momento, el venerable vegetal y él fueron uno. Tras eso, descendió y se posó nuevamente sobre el hocico del zorro.

- ¿Y bien? -preguntó éste-. ¿Qué hay?

- ¿Qué va a haber? -contestó-. Árboles. Grandes, pequeños, mustios, imponentes, podridos, esbeltos... Pero árboles. Cada uno igual de importante que el resto. Cada uno con su historia y con alguien que desea llegar a la última rama.

Noche

Geología. Números. Conjuntos. Factorizar. Equis elevado a seis más uno. Cansancio. El día está gris y, pese a todo, no puedo evitar una sonrisa mientras entrego el que es mi último examen por este cuatrimestre. Recojo el forro, ansioso. Salgo, con ganas. Es la primera vez que espero algo en mucho tiempo. Avanzo. En todos los sentidos.

Derecho. Cortezas. Guiñote. Cartelito de sarcasmo. Cosas que empiezan. Puñales. Comparación de resultados. Cansancio y triunfo se mezclan de una forma arrebatadora. Expectación. Risas. Deseos de salir. Ganas de recuperar un tiempo que creemos desperdiciado.

Mucha gente lo hará de un modo que quizá no crea adecuado. Pero ahora es lo último en lo que pienso. Una falsa sensación de libertad me embriaga de tal modo que a duras penas controlo mis deseos de saltar. De gritar. De vivir.

Calle. Frío. Humedad. Mucha gente vuelve a arreglarse. Gran vía. Cañones. Medias. Tabaco. Plumas de cuatrocientos euros. Libros. Comentarios. Expectación. Risas.

Nos dirigimos hacia el punto de encuentro. Hambre. Noche. Paraninfo. Recuento. Nos ponemos en camino, a reencontrarnos con el resto de la gente. De nuevo un encuentro. Buffet. Chino. Libre. Comer. Fotografías. Palillos. Comida de aspecto extraño. Postres. Chocolate. Expectación. Risas.

Salimos, y la baja temperatura empieza a hacerse notar. Caminamos, con rumbo ahora. Independencia. Plaza España. El coso. La madalena. Tetería. Cerrada.

Volvemos sobre nuestros pasos. Chinos. Plaza de los sitios. Policía. Deambular. Reír. Expectación. Risas.

Se separan caminos. Despedidas. Abrazos. No serán los últimos. Gran vía. Puente de los gitanos. Conversación balsámica. Teatro de las ánimas. Cerrado. Se va todo el mundo. Casi todo el mundo. El grupo restante, reducido ahora a dos, busca qué hacer. Hambre. Sed. Frío.

Roces. Abrazos. Ideas. Expectación. Risas.

Plan fallido. Segundo intento. Bar. Abuelos borrachos. Chocolate. Churros. Tres de la mañana.

Salimos. Frío. Portal. Charla. Abrazos. Bailes. Reflexiones. Teorías. Felicidad. Temblores. Castañeo. Abrazos.

Una noche extraña.

Las mejores noches suelen serlo.

sábado, 31 de enero de 2009

Otro fragmento de la paranoia

Empecé el año cagando, y jodo que si se nota. Atrás quedó la nochevieja, muy agradable, aunque la pasé con la sensación de que algo me faltaba. Ya terminaron hace algún tiempo las navidades. Volví a verla. Parecía que todo iba bien.

Aún recuerdo como, al principio, ella se quejaba de mi postura acerca del amor. Muy relativista, decía. Si no crees que puedes estar con alguien para siempre, para qué empezar, sostenía. Le argumentaba que el amor eterno no existe, eso es un trabajo de día a día. Requiere esfuerzo y dedicación. Ella me dijo que me amaría siempre.

Acabé por creerla. No creía en planificar nada, pero algo en mí no podía evitar sentirse a gusto pensando en todas las cosas que me decía que quería acerca del futuro. Hasta ahora.

Me encuentro inmerso en una conversación a través de internet con ella. No es el canal adecuado. No es el contexto adecuado. Pero una semana de indiferencia es más de lo que puedo aguantar. No creo que ella tenga la culpa. Sólo sé que no puedo más.

Un mensaje largo, pero no me cuesta nada resumirlo en una sola y demoledora frase: se acabó. Demasiadas sensaciones contradictorias se agolpan. Alivio porque por lo menos ya sé qué le pasaba. Tristeza porque he perdido para siempre algo que significaba demasiado. Contrariedad, porque hasta hace una semana todo era demasiado bonito. Cansancio debido a que todas mis relaciones acaban por terminar cuando más a gusto me siento en ellas.

Todo ese cúmulo me marea y siento que ya no puedo más. No sé ni qué hacer ni qué contestar. Es tal la sacudida que soy incapaz incluso de llorar. Me quedo mirando la pantalla, con un gesto que imagino será patético para cualquiera que lo vea desde fuera.

Alguien podría sacar conclusiones positivas.

No es el fin del mundo. De todo se aprende. Lo que no te mata te hace más fuerte. Mejor ahora que no después.

Y lo cierto es que ojalá fuera el fin del mundo. Ojalá fuera un ignorante. Ojalá fuera absolutamente débil y ese ahora fuera un nunca.

Pero no es así. Ya no soy amado. Acabaré por superarlo, lo sé. Probablemente me lo haya tomado mejor de lo que hubiera podido creer.

Pero eso no quita el hecho de que ahora vuelvo a caminar solo, cuando hubo un momento, aunque fuera ínfimamente pequeño, en el que creí que no tendría que volver a hacerlo.

viernes, 30 de enero de 2009

Pinceladas sueltas

Sendero mojado. Música. Emoción. Ganas de saltar, gafas empañadas. Frío, pero poco importante. Zancada rápida pero vigilante. Siento ansias de sentarme, relajarme y tomar aire. Letras, palabras. Sílabas y frases.

Qué más da que mi día haya sido una mierda. No hay relevancia en que no me sienta importante. Tengo esto. Siempre lo he tenido. No se irá, por muchas cosas que me falten.

Echo de menos muchas cosas, muchas personas. Demasiadas sensaciones. Algunos mensajes. Cientos de momentos. Un puñado de autoestima. Épocas mejores, caminos abiertos. Sonrisas ausentes y apoyo invisible.

Al carajo con los entresijos de la vida. Que se jodan el perdón y la tristeza. No quiero volver a ver ni al miedo ni a la desconfianza. Por mí pueden pudrirse.

Es cierto, no estoy en mi mejor momento.

Pero eso no me preocupará mientras tenga ganas de contároslo.

martes, 27 de enero de 2009

sexo

Me levanto como siempre, odiando a todo el mundo, aburrido. Quedaría más interesante si fuera el despertador el que me arrancara de mi sueño. O tal vez mi madre, disgustada porque no hago nada con mi vida. La realidad es que la atmósfera de mi cuarto es increíblemente pesada y me cuesta trabajo respirar bien. Es pronto. Siempre es pronto. La sensación de desidia no se aparta y siento que he vuelto a tirar otras ocho horas o menos en una función vital.

Comienzo a rascarme, desperezándome. Tropiezo con mi propio miembro, y estoy demasiado dormido como para saber si ha sido por accidente o si conscientemente buscaba ese contacto. Por costumbre o por placer me masturbo, como gran parte de las mañanas.
Probablemente se vea desde fuera como algo patético. Siempre me dijeron (o yo creí oír) que las prácticas auto-amatorias se acababan con el tiempo. Paulatinamente yo sólo le hago que coger gusto. Cierto es que va a rachas pero siempre está ahí. No sé si fue El Perich que dijo que la masturbación es la única práctica sexual pura, ya que no se hace ni por quedar bien, ni por el qué dirán, ni por obligación…

No negaré que siempre se agradece compañía en lo que al placer carnal se refiere. Pero ver que puedo gozar con el sexo sin tener que rendir cuentas y poder hacerlo cuando me apetece dentro de un marco racional confiere demasiadas ventajas a este respecto.

Siempre ha existido el cliché de que las mujeres nunca lo hacen, que es algo netamente masculino. Nunca di excesiva importancia a los bulos o creencias personales de la gente pero hasta la fecha casi todas las mujeres con las que he tenido un mínimo de confianza confesaban (utilizo este verbo como revelación, no como exponer con vergüenza) que ellas también lo practicaban.

Quizá esto de pensar que el sexo femenino está exento de este tipo de ejercicios se deba a la manía del ser humano de poner connotaciones morales a todo, como si la mujer, inocente y delicada, fuera incapaz de hacer algo tan sucio. Y el error es llamar bueno o malo a algo así. La moralidad la hemos construidos nosotros mismo partiendo de convenciones. El sexo es algo animal, anterior a nosotros y que seguirá una vez que no estemos. Está por encima de nuestra especie, y por tanto de lo que nos parezca correcto o no.