martes, 16 de junio de 2009

Edunel I

Me da la sensación de estar escoltado por dos grandes montañas vestidas con bata blanca que me sujetan con firmeza. El presidente de la junta que está decidiendo el estado de mi salud mental me mira. No distingo bien su cara. Por mi mente pasan distintas opciones.

En una, muestra una macabra sonrisa y me mira con crueldad. En otra, siente con tristeza tener que acarrear con la carga de tener que decidir sobre mi futuro. A veces mostraba indiferencia e incluso rechazo. En una versión hasta me golpeaba. No obstante, todos los rostros convergieron en una misma realidad.

Miguel Díaz. Mentalmente inestable. Sufre de habituales paranoias, falta de atención. Enumera distintas dolencias que no entiendo, pero que se traducen en un inapelable hecho. Incapaz de poder vivir en sociedad.

Me conducen a mi nuevo lugar de residencia. Un manicomio, u hospital psiquiátrico, como los llaman ahora. Las paredes blancas, completamente frías e impersonales. Las puertas de las habitaciones, de un verde apagado, van pasando tras de sí una tras otra, firmes como si me estuvieran haciendo pasillo.

La voz que me acompaña me comenta cosas como lo bien que voy a vivir allí. Me lleva hasta mi habitación. Por lo visto soy lo suficientemente estable como para no necesitar paredes acolchadas. Alzo la vista y veo por primera vez la cabeza de mi guía. Es la misma que tendría un toro cualquiera. Agito la cabeza. Sé que no es real. Pero la cabeza sigue allí, con una firmeza y consistencia que roza el insulto.

Aprieto los dientes y trato de ignorarla. Mi cabeza comienza a tener pequeños espasmos que mi acompañante advierte enseguida. Trata de calmarme y me dice que me acompañará a la zona de descanso. Me mueve a través de un recorrido que parece interesante únicamente por lo nuevo, pues no hay nada en él que merezca la pena recordar. O quizá haya algo que merezca la pena recordar pero fui incapaz de verlo.

Miro la sala a donde me conduce. Soy incapaz de discernir si todos los internos son conscientes de su situación, o si soy el único capaz de ver que está encerrado. Sobre una silla, hay una muchacha con las rodillas agarradas, tarareando una canción que no llego a reconocer. Varias personas corren alrededor de una columna invisible. Unos cuantos se concentran en torno a un televisor donde aparecen dibujos animados. Un hombre juega con un tren imaginario. Una mujer lee un libro, sentada tranquilamente.

Me siento a su lado, tratando de ver el título de la obra. Hamlet. Recuerdo haberla leído. Si la memoria no me falla, fue hace cuatro veranos, sentado en la terraza, frente al mar. La paz que se respiraba entonces… Los recuerdos se agolpan en mí, y de mis pulmones brota un suspiro que hace que la chica levante los ojos del libro. Sonríe, con dulzura. La primera cara amable que recuerdo en mucho tiempo y ni siquiera sé si es real.

- No me suena tu cara. ¿Eres nuevo? –me pregunta. Su voz suena como una cascada. Como el aleteo de miles de mariposas. Como sentir el Sol en la cara. Como el sueño de dos enamorados.
- Acabo de llegar. ¿Tú llevas mucho?
- No recuerdo mi vida fuera de aquí, y sinceramente no creo que importe mucho. Ahora soy quien soy y me gusta.
- Pareces una persona bastante cabal. No entiendo qué puedes hacer aquí.
- Bueno, como ya te he dicho, no sé cómo era mi vida antes. Ahora sólo sé que mi vida es lo que yo quiero que sea en cada momento. Y bueno, supongo que si sigo aquí, es por Edunel.
- ¿Edunel? –pregunto, extrañado-. ¿Qué es eso?
- No suelo contarlo, y como puedes observar –hizo un abanico con el brazo, señalando al resto de personas de la estancia-, no hay muchas personas con las que merezca la pena hablar aquí. Quién sabe, a lo mejor serás tú la primera persona que oiga la historia de Edunel, pero no será hoy. Pero bueno, no interrumpamos lo que parece ser una agradable conversación por algo así. Cuéntame, ¿Qué hace que estés aquí?
- Creí ver una paloma blanca encima de un policía. Se reía de mí, me insultaba. Me gritaba que estaba loco, que había perdido el juicio. Al final ni siquiera veía al policía. Salté sobre su cabeza, gritando y llorando. Al final me arrestaron y al tomarme declaración llamaron a lo que ellos denominaron “un experto”. Después, todo es una niebla de conversaciones que han hecho que termine aquí.

Un tenso silencio se adueñó de la sala. El tiempo pareció detenerse. Nuestros ojos se cruzaron. Algo cálido se apoderó de mí y cerré los párpados, tratando de memorizar la sensación, abrazarla con fuerza y pensar que duraría para siempre. El caos en el que se había convertido todo parecía insignificante ante el espasmo que salpicaba todos los rincones de mi consciencia. Como el mar revuelto. Como un grupo de caballos corriendo salvajes por un camino de tierra. Como una bandada de gaviotas sonriendo a las nubes.

Pasaron los meses.

Los mejores meses de mi vida.

Todas las tardes me dirigía a la zona de descanso y hablaba con aquella chica. Pude desvelar mis inquietudes, filosofar, reír. Todo junto a ella. Como una flor abriéndose. Como escuchar el palpitar de un corazón apretando la oreja contra un pecho. Como un globo sin nadie que lo sujete.

No éramos dados a grandes palabras, a discursos elocuentes o a conversaciones trascendentales. Discerníamos acerca del porqué del color del cielo. Nuestros debates podían tratar temas como el porqué de las cerezas o cuál es el motivo de que las lágrimas nazcan en los ojos.

No buscábamos, empero, una explicación científica. Llegamos a la conclusión de que el cielo empezó a ser azul cuando éste se enamoró de un pavo real. Acertamos a decir que las cerezas nacieron fruto de la tristeza de un niño al que le habían roto el corazón sentado bajo un cerezo, llorando desconsolado la pérdida de su primer amor. Afirmamos, sin miedo, que las lágrimas era una condensación de la felicidad que se escapaba cuando estábamos tristes.

Una noche, contemplando las estrellas a través de una ventana enrejada, recordé mi primera conversación con ella. Yo estaba de espaldas a ella mientras me acariciaba el pelo, y la ventana estaba a escasos centímetros de mi cara.

- ¿Recuerdas nuestra primera conversación? –dije.
- Claro –su voz sonaba animada-. La primera interesante que tuve en mucho tiempo.
- Hablaste sobre Edunel, pero me dijiste que todavía no podías contarme su historia. ¿Crees que hoy será el día?
- Si así lo quieres, te narraré la historia. Empieza con una niña pequeña, joven e inexperta en el arte de la pantomima. Todo lo que hacía era un esfuerzo intenso por parecerse a los demás, por hacer las cosas como ellos querían. Afirmaba lo que querían oír y se amoldó a una realidad que le impusieron. Aceptó todo lo impuesto como verdad dogmática, incluso lo insinuado o lo aconsejado. Apartaba de su pensamiento cualquier tipo de idea extraña, por mucho que le interesara. Hasta que un día se cansó. De su cabeza volaron todas las ideas que conforman Edunel. Le bastaba pensar en algo para creer que era cierto. Construyó una realidad alterna, pero, ¿Quién puede culparla? La coartaron hasta el punto de que explotó.
- Bueno, pero esa niña no vivía realmente todo lo que se imaginaba. Únicamente creyó vivirlo.
- Oh, vamos. No hables como si fueras el psiquiatra y yo la paciente. Ella creía que era cierto. Vivió de puertas para fuera tal y como la gente quería que se comportara, pero dentro de ella vivía aventuras. Surcaba los mares en busca de tesoros. Lideró batallas. Compartió experiencias con personajes únicos. ¿Ves aquella estrella? –su brazo señaló un brillante punto en el firmamento. Asentí-. Ella estuvo allí. Cada minuto en Edunel fue para ella un aprendizaje. Desear vivir tal y como ella deseaba hizo todo aquello tangible, transformó su sueño en conocimiento.
- No es un conocimiento real.
- El grado de realidad depende de la percepción si hablamos de experiencias. En su mundo lo que aprendía tenía sentido y repercusión allí. Nadie en todo Edunel era capaz de manejar los barcos como ella, aunque no era muy diestra en el manejo de la espada. Patentó viajes a los lugares más lejanos del cosmos y tuvo que admitir la sabiduría del anciano que vivía en la colina situada junto al río Euler. Era consciente de que aquello no podía ser útil en su oficina, para ir a coger el autobús o para comprar el pan. Pero le importaba poco.

Se hizo el silencio. Giré la cabeza. Sus ojos, fijos en el cielo, brillaban reflejo del entusiasmo y de la ilusión con la que describió el relato. Cuando vio que la estaba mirando, sonrío. Acarició mi mejilla y me besó. Suspiró.

- Quién sabe qué nos depara este universo. Quién sabe qué nos deparará Edunel. Vivamos como creamos adecuado, pero no olvidemos cuáles son nuestros anhelos. A fuerza de soñar he descubierto qué es lo que quiero –cerró los ojos-. ¿Lo sabes tú?

Justo al terminar la frase, desapareció.