lunes, 15 de febrero de 2010

¿Soy algo?

Aquél día me desperté como todos. Pensando en ella. Sobre mi escritorio, detrás del cabecero de mi cama estaba mi máquina de escribir, con un relato a medio terminar. A medio empezar. Sobre ella.

Mi ser pugnaba por sentir que podía ser. Que era alguien. Que era algo.

Salí a pasear al bosque de mi ánimo. Me crucé con dos señoras viejas que conversaban tranquilamente sobre la cosecha de ideas aquella temporada. Me reconocieron de inmediato y se frenaron, en seco. Me miraron de arriba abajo, como esperando que yo hiciera algo. Una lágrima sobrevoló el cielo, omnipresente.

- Buenos días señoras -dije, educadamente-. Me preguntaba si podríais responder a una incógnita que recientemente me ha tornado de dudas. ¿Soy algo?

Las adorables viejecitas rieron nerviosamente. Una de las viejas, ataviada con una bolsa, sacó de ella un pequeño ojo que me miraba, curioso. Le acaricié. Sonrió. Sonreí.

- Gracias -contesté.

¿Me convertía eso en algo?

Seguí con mi paseo, solo. Encontré a una pobre hoja que, desde el suelo, miraba hacia la copa del árbol en la que presumiblemente se hallaba anteriormente. Me agaché, hasta tenerla a la altura de mi cara. De la tierra bajo nosotros salió una pequeña duda, que se arrastró por el suelo para volverse a meter.

Cogí a la pequeña hoja y la acerqué a la copa. Pude percibir en el preciso instante en que la acerqué su decepción. Ahora que veía de cerca todo lo que ansiaba, sentía que merecía poco la pena, que era menos ideal de lo que había imaginado.

Ante mis ojos su color se tornó paulatinamente de verde a marrón. La estrujé y la hice añicos. Sopló entonces una ligera brisa y solté los pequeños trozos de hoja, que salieron volando, elevando su alma al intinito, allá donde momentos antes sobrevolaba una lágrima. Pude sentir desde allí su dicha como si fuera la mía propia.

¿Acaso eso hacía que fuera algo?

Finalmente el camino que seguía desembocó en un brusco final. Allí, un búho me miraba fijamente. En sus ojos podía ver todo aquello que en un momento pensé, aquello que un día soñé. Y también veía dolor, veía sufrimiento. Veía demasiadas cosas.

Por desgracia, tardé demasiado en ver una pequeña astilla en su pata. La Levantó más que suplicando, invitándome. Me acerqué lentamente y sostuve tembloroso su extremidad. Agarré la astilla y tiré de ella.

En ese instante, el búho ya no estaba a mi lado, si no a un metro de distancia. De nuevo la sabiduría que escondían sus grandes ojos me sobrecogió. Detrás de él, el negro fondo se había convertido en una prolongación inconmensurable del camino que recorría. Como no podía ser de otra manera, aquella majestuosa ave comenzó un vuelo sin un final previsible hacia ese nuevo camino.

Y tan pronto como traspasó la línea que momentos antes delimitaba el camino del abismo oscuro, comprendí que era algo. Era el poseedor de una sonrisa, de decenas de fragmentos de hoja movidos por el viento y de un vuelo.

Era aquél que había creado cosas de la nada, haciéndolas mías. Porque cierto es, y no otra cosa, que si no fuera nada, esa sonrisa no existiría, esa hoja seguiría en el suelo y ya no habría más camino que recorrer.

Ahora sé que, además, tengo un escritorio, una máquina de escribir. Una historia a medio terminar. A medio empezar.

Y, por encima de todo, tengo algo que me inspira a escribir historias, a crear sonrisas, a hacer camino y a arrancar astillas. Porque la tengo a ella.