domingo, 29 de marzo de 2009

Eternidad

Veintitrés años eran muchos. Más de la mitad de su vida compartida con la misma persona. Vio como gradualmente la pasión se convirtió en amor, el amor en cariño, el cariño en hastío y el hastío en la nada. Discusiones que se tornaban cada vez más frecuentes, cada vez más violentas. Se echaron miles de verdades y cientos de mentiras a la cara. Lo que una vez fueron románticas promesas acerca de algo que durara siempre se tornó en odio, indiferencia y cansancio.

Terminó todo, en cuerpo, alma y documentos. Él, triste y solo de nuevo, comenzó a divagar, a caminar sin rumbo conocido. Se mudó a otra casa, lejos de la antigua. Lejos de su anterior vida. Su rutina se redujo ahora a caminar taciturno desde el trabajo hasta su casa, donde entre pantallas que no le consolaban, se preguntaba qué le motivaba a levantarse de las mañanas obviando esa poderosa sensación de fuerza inercial que es el tener algún tipo de quehacer.

Una noche, cansado de estar triste, decidió salir. Algo más animado que los días anteriores, recorrió las calles y decidió entrar en el primer bar que le apeteciera. Al cabo del rato, encontró uno apropiado, y se encaminó hacia la entrada. El ambiente estaba oscuro, iluminado parcialmente por algunas bombillas rojas. Se acercó a la barra, pidió algo de beber y se sentó, mirando al espejo que había detras de las botellas. El reflejo le devolvió los ojos más profundos que había visto nunca. Le estaban mirando, con una mezcla de insinuación y curiosidad.

Él, nervioso y torpe, trató de coger su vaso con firmeza y confianza, pero éste resbaló y cayó al suelo. Vio como aquellos ojos sonreían con dulzura, mientras él trataba de recoger los cristales que se encontraban esparcidos por el suelo. Mientras se encontraba inmerso en la tera, observó como unas finas manos le ayudaban.

Al alzar la vista, se encontró de nuevo con aquellos iris que le habían devuelto la inseguridad de la juventud. Una mirada, una sola y única mirada, bastó para decirse todo. Ella vio miedo y soledad. Él, promesas de un futuro algo más colorido.

El resto de la noche lo pasaron hablando el uno con el otro, contándose todo lo que ya sabían gracias a ese intercambio de miradas. Una vez el bar cerró, pasaron largo rato paseando por las calles desiertas. En algún punto, uno de los dos cogió al otro de la mano, y así continuaron hasta que él, inseguro, le propuso ir a su apartamento. Ella accedió, sonriendo ante la inseguridad de aquél pobre hombre asustado.

Subir y besarse fue prácticamente una sola acción, mientras se despojaban con pasión de su ropa. El sudor de sus cuerpos desnudos devolvió calor al corazón de aquél desdichado. Durante unos breves lapsos de tiempo volvió a paladear el amar y ser amado. Posteriormente a esto, muchas personas opinaron que simplemente era sexo, ganas de pasar el rato. Pero lo que ella y él vivieron durante esa noche fue real e intenso. Se quisieron todo lo que alguien puede querer.

A la mañana siguiente, ella se topó en su cama con algo sin vida. Él había muerto durante la noche. Silenciosa y discreta fue su partida. Ella ni siquiera sabía su nombre, porque no era algo realmente importante. Llamó a la ambulancia pero al llegar sólo pudieron confirmarlo.

Durante el funeral, su afligida ex-mujer habló sobre él, sobre su vida y sobre su personalidad. Habló sobre el corto lapso de tiempo que él había vivido solo, sin nadie. Lloraba, desconsolada. Y su dolor no era falso, al contrario. Sentía con toda su alma la pérdida de aquél hombre. Todos los que estuvieron, pensaban que ella había sido la mujer de ese hombre, que la había amado para siempre. En realidad eran conscientes de que al final, ninguno de los dos sentía nada por el otro. Pero creían que era lo más próximo al amor eterno que esa persona había experimentado.

Desconocían la historia de aquella mujer. La mayoría no le habría dado importancia. Todos desconocían que, con su muerte, aquél hombre había concedido el don de lo eterno a aquella extraña. Lo que sintió a su muerte fue real, una sensación poderosa que mitigó el dolor que sentía. Fue feliz con una persona, la amó de forma sincera. Murió amándola.

Nadie podrá saber nunca qué habría pasado de no haber muerto. Podría haber durado meses, años. Podrían haberse separado a la mañana siguiente para no volver a verse nunca.

Pero ahora, sólo hay una cosa cierta.

Lo que sintió, durará para siempre.

domingo, 22 de marzo de 2009

Infancia

Quizá la gran cantidad de cambios que ha sufrido mi vida de un tiempo a esta parte no se entienda sin una explicación previa de todo lo que mi humilde y joven cuerpo ha tenido que experimentar. Siempre recuerdo en mi cara una ingenua sonrisa en mi más tierna infancia. Todos los días eran sinónimo de esperar algo, ya sea bueno o malo. Los lunes y miércoles, significaban entrenamiento. Terminar sudando a chorros después de estar corriendo detrás de un balón agotaba mis ilimitadas cantidades de energía. Esa sensación de poder correr miles y miles de kilómetros sin cansarte, como si una fuerza arrebatadora te subiera por el estómago y te hiciera poderoso y omnipotente.

Los martes y los jueves natación. No me entusiasmaba, pero hacía felices a mis padres. Un gran charco donde poder refrescarme, donde aprender a sobrevivir en un medio que no era el mío.

Me sentía bien al terminar cualquiera de las dos actividades. Allí, sudando, de vuelta a casa en el coche, con la merienda en la boca, mirando por la ventanilla. Llegar a casa, ducharme y disfrutar de lo que quedaba de tarde con cualquier tipo de actividad.

Los viernes significaba pasar la tarde en casa, jugando. Significaba bajar al parque de abajo de mi casa con mi mejor amigo y correr por correr. Carreras infinitas sin un fin concreto más allá del cansarse en la mejor compañía posible.

Los sábados partido. Ninguno de nosotros sabíamos muy bien qué hacíamos, pero seguíamos corriendo detras de aquella esfera de cuero gastado. Nadie estaba en su sitio, nadie hacía lo que técnicamente debía de hacer. Y no recuerdo mejores partidos que aquellos.

El domingo por la mañana significaba simular que mi cama era un barco pirata junto a mi padre. Quizá leer un cuento antes de comer. La tarde del domingo signifnicaba descansar y bajar al parque. Ir a casa de mi amigo. Que él viniera a la mía.

Recuerdo una pelota rodando veloz sobre las baldosas blancas que había en aquel parque sin vegetación. Veo las caras de mis compañeros de clase de entonces, muchas de las cuales he seguido viendo durante gran parte de mi existencia. Siento como si hubiera vivido ayer la emoción del viernes por la noche, tumbado en la cama y aguardando con ansia que llegara el día siguiente para poder ver a mis amigos durante el partido.

¿En qué punto se acabó todo aquello? ¿Cuándo se acabó esa energía inmensa? Detecto cada vez con más frecuencia que todas esas ansias por vivir la vida se me van pasando con lo años. Sustituyo con preocupante facilidad la supervivencia por los momentos presentes. Mi ilusión ha sido pisoteada por mí mismo y no tengo a nada ni a nadie que me espere con ganas para nada.

La pureza de la felicidad por la felicidad se ha disipado en un mar de preocupaciones absurdas. Amor, estudios, amistades, clases, coherencia... Lo que antes despertaba mi curiosidad, mis ansias por aprender y mis ganas de mejorar son considerados lastres para poder llegar a estar bien conmigo mismo.

Mi vitalidad se ha marchitado.

A menudo me pregunto a mí mismo qué ha pasado con ese pequeñajo de mirada asustadiza, con melena negra y ojos brillantes que solía pulular por mi casa con andar algo torpe, mirando todo con curiosidad.

Me pregunto dónde fueron a parar todos esos partidos de los sábados. No comprendo por qué he perdido las ganas de cansarme porque sí. Quisiera saber qué ha sido del parque.

Me pregunto quién hundió mi barco pirata de los domingos.

martes, 17 de marzo de 2009

Estrellas

El autobús avanza entre la selva de asfalto. Se balancea mínimamente y su movimiento patizambo produce modorra y tranquilidad a partes iguales. El Sol entra por la ventanilla contraria de donde yo me encuentro, de modo que mi cara se encuentra por fortuna lejos de sus rayos, aunque mi cuerpo no está lo suficientemente cerca como para sentir esa sensación de arropamiento que uno siente en sus mejores momentos. Estoy solo y casi todos los asientos se encuentran vacíos. Repantingado en mi asiento, observo pasar el tiempo lentamente, aunque yo no tengo prisa.

La música relaja mi mente poco a poco, y el calor y una voz tranquila me suman en un sopor que se niega a ser sueño. Veo mi vida ahora como si fuera en tercera persona. Mis problemas, mis alegrías y mis aspiraciones son sólo una visión borrosa que se difumina entre el remanso de paz en el que me hallo.

Tras la ventanilla veo el mismo paisaje calcado una y otra vez. Es la versión moderna de contar ovejitas. Observar como el mismo árbol se repite de forma secuencial a lo largo de un recorrido que estéticamente es siempre igual. Algún monte a lo lejos. Campos arados. Casas medio en ruinas. Campanarios. Señales. Humo.

La luz se apaga paulatinamente conforme el día se consume. El cielo se oscurece y parece que en él alguien enciende miles de pequeñas bombillas. Mis compañeros de viaje están demasiado inmersos en alguna conversación, en una sopa de letras o en la búsqueda del cartel que revele la cantidad de kilómetros que quedan para el regreso. Mis ojos, en cambio, no pueden apartar la vista del firmamento estrellado. Un momento para mí de parte de mí mismo. Mis sueños, tímido reflejo de lo que observo, parecen brillar con tierna dulzura entre la oscuridad.

Veo ahora todo con más tranquilidad. He cometido los suficientes errores en mi vida como para saber cuando estoy delante de uno. He disfrutado tanto que soy consciente en seguida de cuando un momento es, ha sido o será motivo de dicha. Sufrir se torna en ocasiones cotidiano. Pero es aquí, en mitad de la nada, tumbado y respirando aliviado, con la única preocupación de cuándo aparecerá el siguiente astro sobre el cielo, me doy cuenta de qué poco entiendo lo que realmente significa la palabra paz.

Llegando, las farolas iluminan el asfalto y el ajetreo de otra gran ciudad sacude mi momento de tranquilidad. Las estrellas desaparecen y lo que hacía brillar mi esperanza se apaga. Con la luz, se apagan las estrellas.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Camino

Pocas cosas por decir quedan.
Fuiste Sol bajo cielo nocturno.
Aún hoy tus rayos queman.

Todavía deambulo, taciturno,
agachada la cabeza,
solo, aguardando mi turno.

Mas sigue en mía la lúgubre certeza
de que luz ninguna guía mi camino.
Avanzo, desorientado entre la maleza,
maldiciendo mi destino.

viernes, 6 de marzo de 2009

Segundo

El viento enloquece mi pelo cuando camino, solitario, de vuelta a casa. No es muy tarde pero la calle está casi vacía. Algunas parejas vuelven del cine, de vuelta al hogar. Vagabundos beben latas de cerveza o cartones de vino barato mientras intercambian historias. La hoguera sobre la que narran parte de su vida, real o ficticia, es un símbolo de Ibercaja.

Desearía que lloviera. Poder alzar la cabeza hasta que gotas de agua fría resbalaran por mi mejilla. Otra vez. Mirar al cielo nublado con una sonrisa, mientras la humedad de mi piel helada me recuerda que estoy vivo. Otra vez.

La verdad es que un aire seco se me clava en el alma sin que yo pueda hacer nada. Otra vez. La fuerza del cierzo me impulsa en dirección contraria, imposibilitando como tantas otras veces mi avance. Otra vez. El pelo se me eriza y la boca se vuelve pastosa mientras cierro los ojos, imaginando que nada de eso es real.

Otras veces desearía que me atropellara un coche. Que mi cuerpo inerte se elevara hacia el cielo, descendiendo con brusquedad, destrozándome las articulaciones y tan vivo y tan pesado como un saco de boxeo. O que alguien me metiera una paliza sin motivo alguno. Una furiosa ráfaga de puñetazos y patadas. Que me dejaran exhausto, tirado en el suelo, sin esperanzas ni nada que mereciera la pena conservar. Rodeado de mi propia sangre coagulando. Que me destrozaran el tabique nasal de un codazo o que me rompieran los dedos uno a uno con un cascanueces.

Simplemente por hacer de el dolor algo tangible.

Algo solucionable. Una solución. Un medicamento. Una tirita. Vendas. Escayola. Pero algo con nombre, algo que poder contar, o medir. O al menos saber que no tiene remedio.

De vuelta, un hombre harapiento y tirado en el suelo, alarga la mano hacia un muro que tiene frente a él. No llega a tocar nada, y lo que quería tocar ni siquiera estaba ahí. Le miro durante un rato, meditando.

Al llegar a casa, tiro parte de la ropa que llevaba puesta sobre la cama, donde me siento. Me agarro el pelo con las dos manos, respirando profundamente. Me compadezco. Compadezco a aquellos que se acercan a mí. Lanzo una muda disculpa a la humanidad.

Y es entonces cuando soy consciente de que un Segundo pasa más lentamente de lo que parece.