sábado, 30 de agosto de 2008

Justicia Poética

Ser poeta era, junto con mi familia, las cosas que más feliz me hacían en la vida. Dedicaba todo mi tiempo a mis dos pasiones, que me permitían sobrevivir y disfrutar. Juntar palabras, encajar rimas y expresar mis sentimientos hacían posible que mis seres queridos vivieran bien, lo cual les hacía felices. Nada me producía más dicha que ver a mi familia sonreír, y eso me inspiraba para escribir más. Era una simbiosis genialmente sincronizada. Todo encajaba a la perfección, como un mecanismo ideado por el mismísimo Dios únicamente para mí.

Un día decidí que ya era hora de juntar los dos elementos más importantes para mí, y me puse a elaborar unos versos que transmitieran todo lo que le debía a mi mujer, mi hijo y mi niñita pequeña. Pensé en por quién empezar. Las caras de los tres paseaban por mi mente, y no sabía yo a quién darle prioridad. Decidí empezar por orden temporal, comenzando por mi esposa. Destaqué su sonrisa, su paciencia con los niños, su perseverancia, y el amor que yo sentía por ella. Releí lo que había compuesto y no me convenció. Lo arrojé al suelo, arrugando el folio. No solía ocurrirme el tener que volver a empezar, pero consideré que bien merecía la pena el esfuerzo.

No obstante, pasó el día sin que yo hubiera podido escribir algo que me agradase. Mi familia era demasiado perfecta, merecían más. Estuve toda la noche en vela, pensando estructuras, rimas, características. Mi compañera se despertó, alertada por mis suspiros y mis constantes cambios de posición en la cama. Me sonrió y me abrazó. Al poco rato estaba profundamente dormida, mientras yo proseguía con mi cabeza apoyada en su pecho.

- ¿Porqué eres tan perfecta? -susurré, consciente de que sólo yo hacía oídos a mis lamentos.

A la mañana siguiente recobré mis esfuerzos, algo más animado. La primera parte me convenció más, aunque resultaba mucho más desgarrador, como si lo que sentía hacia mi mujer fuera algo más pasional y destructivo. Sin embargo, me cautivaron sus formas. Mostraba mi relación como algo totalmente dependiente y brutal. La parte dedicada a mi hijo, no obstante, no me agradó en lo más mínimo. Seguía sin encajar, quería algo más bonito.

Aquella tarde estuve con él, jugando a la pelota, como solíamos hacer muchas tardes. Me tocaba tirar a mí, y él, a sus diez años, estaba defendiendo la pequeña portería que compramos cuando cumplió ocho. Sin querer, pensé en el poema, y el disparo fue más fuerte de lo esperado, impactando con fuerza en su cara. Cayó de espaldas, y se incorporó lentamente, con la cara roja y llorando. Corrí hacia él para ver en qué estado se encontraba, pero huyó de mí y avanzó con rapidez hacia su cuarto, donde se encerró. De nada sirvieron mis súplicas para que abriera ni el hecho de que ahora fuera yo el que llorara. Me di cuenta de cuanto necesitaba de su perdón y su amor.

Me dirigí hacia mi estudió, donde ahora era yo el que estaba encerrado. Saqué una botella de coñac, del que empecé a hacer buena cuenta con avidez, mientras mis lágrimas recorrían el camino dictado por la gravedad, hasta los papeles dispersos de mi escritorio. Poco a poco el alcohol hizo efecto en mí, y perdí la noción del tiempo y del espacio. Vislumbré, todavía no alcanzo a comprender cómo, el poema que con tanto esfuerzo estaba dedicándole a los míos. Releí la demoledora parte dedicada a mi esposa, y los tachones pertenecientes a mi hijo. Reescribí con furia y pasión ahora, siendo mis palabras voraces expresiones de un amor despechado, traicionado por él. Mis lágrimas borraban del folio una tinta que no lograba separarse de mi alma. Al final, agotado, caí dormido.

Al día siguiente mi cabeza me dolía como no recordaba en años. Observé el torrente de sentimientos que desprendía el poema de ahora, que más parecía una obra pictórica que unos versos dedicados con cariño a la gente que más amaba. Pronto el malestar producido por el alcohol se juntó con el sentimental, y salí de la habitación, abatido. Los sollozos de mi mujer se oían desde el salón, y en aquél momento me parecieron patéticos. Descendí las escaleras despacio, algo mareado. Mi hija pequeña me miraba algo confusa, probablemente debido a mi descuidado aspecto. Le sonreí como buenamente pude, y le acaricié con cariño la cabeza.

Mi hijo estaba desayunando, y al verme corrió hacia mí, abrazándome y pidiéndome perdón. Le aparté de mí de un empellón y me dirigí a por mi desayuno, que devoré ávidamente, antes de volver a subir arriba. Escuché que los sollozos de mi mujer ahora tenían compañía. Me encerré en mi estudio, dispuesto a terminar aquél poema maldito. Ahora tocaba mi hija pequeña. Recordé sus ojos asustados al verme bajar por las escaleras, el miedo que sintió cuando le acaricié su preciosa cabecita e involuntariamente fue eso todo lo que pude plasmar de forma decente. Releí el poema y no pude más que echarme a llorar.

Los días me transformaron en la persona más vil y cruel que cabe imaginar. Pegaba a mis seres queridos mezcla de frustración y dolor, y ellos dejaron de transmitirme inspiración. Poco a poco descubrí que en aquellas circunstancias lo único que podía transmitir era dolor, miedo, angustia y sufrimiento. Poco a poco los retoques que hacía a mi composición lo tornaba paulatinamente más macabro, más oscuro. La felicidad iba desapareciendo, dejando paso a la nada más absoluta y rotunda.

El día que por fin di por terminado mi poema, ocurrió lo que ya estaba decidido. Mi mujer entró con un hacha y me traspasó la cabeza. Ella leyó por primera vez lo que había compuesto mucho tiempo atrás pensando en ellos, y viendo que carecía de título, decidió concluir mi obra. Empapando mi pluma en la sangre que descendía por mi partido cráneo, escribió al principio unas palabras que habían puesto fin a toda aquella perfecta simbiosis. Unas palabras que dieron cuenta de que Dios se había olvidado de esta feliz familia.

En la parte superior del folio podía leerse en grandes letras rojas: "Justicia poética".

martes, 19 de agosto de 2008

Paseo

Un sol de justicia. Un lugar lejano. La última parada. Una estrambótica entrada. Las puertas soportan mareas de gente mientras cae agua cuando no debería caer. Una espera. Las personas entran y salen, cada cual con su impresión distinta. Cada cual con su característica que los hacía comunes : eran diferentes.

Y entre todos aquellos rostros anónimos, se vislumbró tu sonrisa. Un abrazo. Dos besos. Tú. Yo. La entrada se aleja. No dejábamos de ser como los demás, éramos diferentes. Éramos nosotros.

Un río. Unos árboles. Una gorra. Un bolígrafo. Un tape gracioso. Un cruce. Una gasolinera. Una fuente. Una escultura roja. Un puente. El Pilar. La calle Alfonso. Independencia. Librería central. Libros. Los cañones. Gran Vía. Fnac. Libros. Siempre te ha gustado mucho la lectura, como a mí. Una amena conversación sobre lo último que hemos leído arranca los últimos minutos que nos quedan y regresamos.

De nuevo el sol, la entrada y tú. Posponemos el adiós, nos dirigimos al césped y nos tiramos, agotados. Hablamos, reímos. Unas pulseras. Pompas de jabón.

Finalmente llega el momento de separarnos. Un abrazo largo. Una mirada. Dos besos. Todo se parece al principio. Ella regresa a la entrada y yo vuelvo, en sentido opuesto. Todo o nada relaja mis orejas, mientras hago el mismo camino que he recorrido contigo a lo largo de la tarde.

Los mismos elementos de la ida toman un cariz de despedida, tornándose el paisaje más solemne del que lo recordaba cuando no tenía más preocupación que disfrutar de tu compañía.

Quizá estos elementos no fueran perfectos. Puede que la tarde y lo que hicimos no fuese perfecto. Pero fue mío. Fue tuyo. Fue nuestro.

jueves, 14 de agosto de 2008

Paisaje

La belleza de aquél paisaje me sobrecogió. No paré de hacerle fotos una y otra vez. Lo bueno de unas vacaciones solo es que no tenía porqué esperar a nadie. Me tomé mi tiempo para captar cada uno de los árboles. Cada resquicio de las nevadas montañas que tenía ante mi fue atrapado en mi cámara. El sol, que poco a poco se escondía entre los elevados picos, competía en luminosidad con el río que pasaba por debajo, que discurría ignorando la belleza que me causaba. El sonido del viento mezclado con el tranquilo transcurso del río creaban una paz que no podía ser ignorada. Los pájaros volaban, ajenos a toda preocupación humana. Tanta admiración fue pronto competidora de mi cansancio, y a las pocas horas decidí regresar. Durante todo el viaje de vuelta estuve pensando en aquél paisaje. Tan hermoso, tan natural, tan puro. Todas las cualidades que buscaba, aunque no sabía para qué.

No pude conciliar el sueño hasta que no revelé las fotografías. Grande fue mi decepción cuando observé que nada tenía que ver. Todo me resultaba artificial comparado con el original. Nada podía compararse. Caí en una profunda depresión al ver que todo mi amor por aquél lugar no podría yo disfrutarlo. Mi deseo era tan simple, y, sin embargo, tan inalcanzable, que la impotencia pronto se apoderó de mí.

Pasaba las noches despierto, absorto. Por mi mente pasaban una y otra vez las imágenes de aquél lugar, cada vez con menos detalle. Me desesperaba ante lo que me ocurría, consciente de que perdía minuto a minuto partes de aquél paisaje idílico.

Fue en una de esas noches cuando se me ocurrió la idea de escribirlo. Puede que esa fuera una forma de no perder los detalles y poder rememorarlo siempre que lo leyera.

Comencé con ello nada más salió el sol, y me tuvo ocupado todo el día. Nada me convencía. Hoja tras hoja era arrugada y arrojada a la papelera. Pronto no cabían más hojas en la papelera, y el suelo se convirtió en una alfombra de papel. La impotencia hizo de nuevo acto de presencia, y arrojé con rabia el bolígrafo a la pared, seguido de todos los papeles que quedaban en la mesa, así como la lámpara y el monitor del ordenador. Empecé a patear todas y cada unas de las cosas del suelo, incapaz de hacer nada.

En mi desesperación encontré una realidad. La triste realidad de que ningún lenguaje humano sería nunca capaz de expresar con fiabilidad la belleza del paisaje. Lloré durante largo rato, siendo devorado por la nostalgia, la tristeza y el miedo.

Decidí que si nada me proporcionaba algo parecido a aquél paisaje, tendría que ir allí para verlo una vez más. Todo el viaje estuve pensando en el paisaje, que cada vez era más difuminado. Bajé corriendo del autobús, dejando allí mis maletas, y fui en pos de aquél paisaje que tanto ansiaba ver.

Llegué al lugar, que ya nada tenía que ver con lo que fue. Las montañas estaban tapadas por altos edificios, el río distaba de ser cristalino como antaño fue, a causa de la polución, y los pájaros no se distinguían entre la montaña de humo que provocaba aquél complejo.

Me arrodillé, contrariado. En aquél momento me importaba poco la naturaleza. Fue el hecho de que hubieran arrancado una de las pocas partes hermosas de mi ser el que me llevó a llorar, abatido. El hecho de que nunca podría volver a disfrutar algo que me hacía feliz, y que trataba por todos los medios de no olvidar. Pero ahora, cada vez las imágenes se difuminan más, las fotografías me duelen y escribir ya no sirve de nada.

domingo, 10 de agosto de 2008

La guitarra

Un pesado silencio recorría el local de ensayo. Los integrantes del grupo se miraban unos a otros, esperando. Más de uno apuraba uno de tantos cigarros, y otros daban vueltas, nerviosos. No era para menos. Una discográfica se había fijado en ellos y podían dar el salto de sus vidas. Y lo iban a rechazar. Iba contra todo aquello que creían. Uno de los del grupo había ido a hablar con la discográfica y a dejarles las cosas claras. Él, como el resto, era de origen humilde y tocaba la guitarra. Su guitarra. Había trabajado siendo niño duramente hasta conseguir recaudar lo suficiente para poder comprarla. Nunca se separaba de ella. Ninguna de las personas que lo conocía podía imaginárselo sin su guitarra. Cierto que no era muy buena ni muy cara, pero era la suya.

Se oyeron pasos, y la puerta del local se abrió. Era él. Estaba visiblemente excitado, y una sonrisa le cruzaba la cara.

- ¡Ha sido genial! -todos se acercaron a él-. Entré allí y le dije lo que le teníamos que decir a aquél tipo -todos sonrieron, pero no había terminado la frase todavía- cuando él comenzó a decirme que sabía perfectamente a qué me refería. Me dijo que él era como yo, una persona con ideales, pero que los tiempos cambiaban, y que ahora era el momento de intentar destruir al enemigo desde dentro. También dijo que estaba impresionado con nuestro trabajo. Ha dicho que podemos dar con fuerza -todos se empezaron a mirar, extrañados-. Sólo tenemos que cambiar un poco las letras. Ah, y otra cosa -se giró hacia el batería-, dijo también que no encajas con la estética general del grupo. Tendrás que irte.

- ¡No me jodas! -exclamó el batería-. Si te crees que te vamos a hacer caso estás chiflado. ¿Verdad chicos?

- Mira... -el bajista comenzó a hablar, tras mirarse entre todos-, creo que tiene razón. Es nuestra oportunidad de que el mensaje llegue a todo el mundo. Lo entiendes, ¿No?

- ¡Qué c o ñ o voy a entender! ¿Qué ha pasado con todo lo que creemos? ¿Qué clase de compromiso político esperas de alguien que necesita que estemos en una multi para conocernos? Formáis parte de todo lo que un día odiásteis -comenzó a avanzar hacia la puerta. Se giró y se fijó en el guitarrista-. ¿Y tú guitarra?

- ¿Qué guitarra? -contestó, con aire distraído.

martes, 5 de agosto de 2008

Negro

- ¿Qué hemos hecho mal, amigo? -pregunto, con aire soñador. Pregunto a la noche. Pregunto a la oscuridad. Pregunto a las farolas, a los coches, pregunto al alféizar. Pero sobre todo se lo pregunto a mi emplumado compañero. Acaricio la cabeza del cuervo que está apoyado en el marco de mi ventana. Un cuervo confiado. Una cualidad que suele reportar dolor, pero que ahora le reporta una caricia. Quizá sepa que no pretendo hacerle daño. O quizá se haya cansado de huir-. El ser humano siempre ha buscado motivos para temer, ¿Sabes? Al principio a la naturaleza, a la que adoraban para que les ayudara. Aunque su adoración se basaba en el temor. Realizaban ritos para fomentar la buena cosecha, creaban estatuillas de mujeres para aumentar la fertilidad. Más tarde vino el miedo a la muerte, a la que se adoraba, una vez más, con grabados en pirámides, donde se llevaba uno su equipaje para una nueva vida en el más allá. Luego vinieron las supersticiones. Incluso tú, querida compañía, hubieras sido perseguida. O, por lo menos, temido. Mucha gente se ha aprovechado de esta ansia de temer del ser humano. Somos una especie crédula y deseosa de pasar miedo. Necesitamos odiar, y el odio aumenta siempre con el miedo. Pero cada vez va a más -se oyen unos golpes sonoros en la puerta, que yo ignoro-. Me deprimo pensando en lo que está derivando el ansia de temer del ser humano. ¿Sabes amigo? -la puerta cae abajo con un sonoro golpe, y una multitud enfurecida entra en la estancia negra, a juego con mi color de piel-, ha llegado un punto -una turba de gente con antorchas, cadenas y navajas avanza hacia mí-, en el que lo que teme el ser humano, lo que más miedo le da - la persona más cercana a mí, lanza su cadena hacia mi cara- es el ser humano mismo.

Mi cabeza cayó contra el suelo, salpicando sangre.

Cualquiera que hubiera visto aquella ventana desde la calle, habría podido ver como comenzaba a salir humo por la ventana. Y un mejor observador, habría visto que otra figura, más oscura y alada, se adentraba en la inmensidad de la noche.