sábado, 20 de septiembre de 2008

Banderas Negras

Al poco de entrar en contacto con este mundo, observé, con curiosidad, todo cuanto mis infantiles ojos podían ofrecerme. Un inmenso abanico de posibilidades se abrían ante mí, como un basto océano, dispuesto a ser devorado por una mente ansiosa de conocer. Descubrí la vida, la literatura, el amor, el deporte, la filosofía, el sexo, la risa, la muerte, la moral, la ciencia, el ocio, las matemáticas... Pero nunca llegué a entender del todo el significado de una palabra que estaba en boca de muchos, pero pocos empleaban en su vida. Aquella palabra era política.

En principio, por lo que pude deducir al principio, significaba algo así como la forma de establecer una sociedad, de cómo organizarla. De entrada, eso me descolocaba. ¿Cómo podía ser que ante algo de tanta importancia, hubiera tanta gente que se sintiera indiferente? Supuestamente era algo que a todos atañía, no había cabida para tamaña indiferencia. Era una palabra que me apasionaba, algo con lo que quería inmiscuirme, pero no sabía cómo.

Un día me propuse hacer una cosa. Compré una bandera que representara todas las prácticas políticas que conocía. Adquirí una que representaba la nación de mi país, una con una esvástica, una bandera con una oz y un martillo con un fondo rojo y una bandera que representaba un breve periodo republicano antes de una guerra civil. Las extendí, una por una, en mi casa, y las observé.

Era consciente de que cosas tan simples como una bandera reflejaban mucho. Una forma de vida, una forma de pensar. Algo que llevar dentro de ti, que te ayuda a desenvolverte en la vida. Un cristal para observar el mundo, sabiendo que cada persona tenía un cristal por completo distinto. Largo rato estuve mirando cada una de ellas, observando. Elegí una al azar.

Escogí la de la esvástica, por ser la que me parecía más curiosa. Me informé sobre su significado, lo que representaba. Tantos muertos y tanto sinsentido me espantaron. Mi cabeza no concebía que ningún ser humano fuera mejor que otro, o que tuviera preferencia nadie sobre nadie, ni mucho menos por su color de piel. Cambié de bandera, escogí, ahora, la de mi país. En principio no había allí nada que me inquietara o incomodara, hasta que me informé de la forma de gobierno. Consistía en una monarquía parlamentaria, donde ya había patente una gran desigualdad a la diferencia entre familia real y pueblo llano. Algunas noticias que leí sobre el tema acabaron por convencerme de este hecho y deseché aquél trapo.

Pasé, ahora, a la bandera de la república pasada. El sistema me pareció correcto, coherente. No había, en principio, nadie por encima de nadie. Cuando vi el deterioro que tuvo progresivamente así como que los problemas sociales no remitieron, lo descarté también, arrojando aquellas tres franjas de colores distintos al mismo sitio donde descansaban las otras desechadas. Alcé ahora la roja con la oz y el martillo, agarrándola con las manos. Partía de una buena base, como fui comprendiendo conforme leía, pero los horrores que había creado, así como lo crudo de su práctica, hizo que la arrojara.

Nada tenía yo, pues, a lo que aferrarme. Una tras otra, las prácticas políticas habían acabado por oscurecer mi alma. Bajé de mi casa a la calle, cegada por la tristeza. Compré unos botes de pintura, y subí a mi casa.

Al rato salí a la calle, con las banderas de nuevo en la mano, así como los botes. Fui buscando sitios en la ciudad, que ahora se encontraba de noche, para ir colgando las banderas. Había decidido que, ya que ellas habían oscurecido mi alma, iba a pagarles con la misma moneda.

Aquella mañana, las banderas que había adquirido, despertaron negras, colgadas en distintos puntos de la urbe. Y, lo que más llamó la atención, es que todas las banderas de la ciudad, amanecieron del mismo color.

Mi alma respiró tranquila, pues había conseguido trasladar su negrura a un trozo de tela que ya no significaba nada para ella. Y ahora, al margen de todas las mentiras, comencé a descubrir qué significaba la palabra política.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Perdón

Una gran roca sobrevoló el cielo, directo hacia aquella gran y elaborada estructura de piedra. Toda ella tembló, y algunos bloques salieron disparados. El monarca observaba todo aquello con una mueca en el rostro. Veía como sus murallas estaban siendo destruidas y su población masacrada. El único consuelo era que el pueblo rival estaba en una tesitura parecida. Y parecía que su ciudad, al igual que la del enemigo, iban a resistir, como siempre, un día más.

La aversión que sentía hacia aquél lugar era, como casi toda aversión, por completo irracional. Mientras aquél rey devorado, como toda su estirpe, por el odio, daba órdenes firmes a sus subordinados para que repararan las murallas, era por completo consciente de que tardarían exactamente lo mismo en reformar las suyas propias que su adversario. Así basaban su vida y su existencia. En una lucha contra un enemigo tan igual al suyo, que pensar en derrota o victoria era absurdo.

No obstante, todo el reino se contagiaba de aquella lucha, de aquella sed de sangre. Nombrar el otro reino era perseguido, mal visto y, en muchas ocasiones, castigado incluso con la muerte. Todo el pueblo sentía una devoción sangrienta contra el pueblo contiguo. No se conocía la paz, ni mucho menos la compasión.

Nadie recordaba con exactitud los orígenes de aquella guerra. Los antepasados de ambos monarcas fueron antaño grandes amigos, camaradas. Fue una disputa entre ellos lo que hizo que se enemistaran. La leyenda cuenta que una espada cayó sobre el césped cuando ambos se encontraban de caza. Ambos atribuyeron aquél insólito hecho únicamente a Dios, y comenzaron a discutir acerca de quién debería quedarse aquella arma. Según narraba el rey a sus nietos en los escasos momentos que pasaba junto a ellos, la leyenda cuenta que el monarca contrario engañó a su antepasado, arrebatándola la espada y huyendo.

Un soldado penetró corriendo el largo pasillo por donde paseaba el monarca, camino a reunirse con sus generales. Le comunicó que había encontrado una preocupante pintada en una de las calles principales de su ciudad. Se apresuró, junto con su séquito, para ver dicho mensaje, y lo que vio lo dejó sin palabras. En grandes letras rojas, podían leerse mensajes panfletarios, apoyando al pueblo vecino. El monarca enrojeció de ira y volvió corriendo a su castillo, dispuesto a reunirse con sus generales de mayor confianza.

La ira dominaba cada una de sus acciones. En un principio pensó en buscar al autor de aquella atrocidad, pero ante lo grande de la ciudad, desechó la idea. Declaró ante sus generales que iba a crear la gran ofensiva. El todo o nada. O volvía con la espada que le pertenecía por derecho en una mano y la cabeza de su némesis en la otra, o no volvería. Dispuso su numeroso ejército, y, al anochecer, partió hacia la batalla.

A mitad de camino, ocurrió algo que sorprendió sobremanera al rey, que lideraba a sus soldados. Se encontró frente al ejército adversario. El silencio fue mortal, y ni el viento se atrevió a turbar aquella tensión. Todas las miradas se volvieron sobre los dos soberanos, que sentados sobre sus monturas, se observaban desde la distancia. No se puede decir que uno de los dos diera el primer grito, pues la orden de atacar pareció que saliera de una misma voz, cuando ambos tenían el brazo en la misma posición.

Aquél gesto, algo tan simple, desencadenó una marea humana de cascos, armas, rabia, sangre y sinrazón. Seres humanos, de uno y otro bando, gritaban, bien de dolor o bien por un odio inercial. Los campos no tardaron en teñirse de rojo, a la vez que cada vez había más personas tumbadas que de pie. El rey observaba todo aquello, nervioso y contrariado. La tristeza de ver a su pueblo muriendo contrarrestaba con la alegría por el enemigo pisoteado.

Se había quedado solo, pues sus generales habían ido a ayudar a sus hombres. Una figura a caballo pasó veloz a su lado, arrebatándole la corona. Observó su cabeza, sin aquél aro dorado que siempre llevaba, y le siguió, con su montura. El misterioso jinete, envuelto en mantas negras, rodeó el campo de batalla, sin pasar por él, y avanzó en dirección contraria a la ciudad del rey.

Tras un rato cabalgando, el extraño soltó la corona y siguió su camino. Entonces, el soberano giró la cabeza, observando donde se encontraba. Y entonces lo vio. Era el monarca enemigo.

- ¡Me has tendido una trampa! -exclamó.

-No me engañarás. ¡Me has pillado desprevenido pero ahora acabaré contigo!

-Sois unos idiotas los dos -se giraron, y vieron a la figura envuelta en capas negras-. Pero no tenéis la culpa. La cosa parece que viene de familia.

-¿Quién demonios eres tú? ¡Seguro que esto es cosa tuya, maldito bastardo decrépito! -exclamó uno de los dos reyes.

- ¡Calla esa lengua o te la corto!

- ¡Basta! -la figura negra, cuyo rostro estaba tapado por una capa y un sombrero de ala ancha, se acercó al medio de ambos monarcas-. Me he cansado de esto. ¡Generaciones de gobernantes perdidos en una guerra absurda y ni siquiera nadie ha tenido la molestia de ver de dónde procede! ¿Alguno tiene la más remota idea? ¿Sabéis porqué estáis enviando a vuestro pueblo a morir día tras día?

- ¡Por la espada! -gritaron ambos al unísono.

- No existe tal espada. A ninguno de los reyes que han tenido esas malditas ciudades sin suerte se le ha ocurrido investigar. ¡La disputa procede por un maldito jamón!

- ¡Mientes! -exclamaron. El misterioso hombre sacó un libro de entre sus ropas.

- Cito, de las memorias de vuestro antepasado, cuya disputa ha generado este caos y esta parodia de honor -girándose hacia uno de los dos monarcas-. "El maldito bastardo de Julius no ha querido comer del jamón que le he regalado por su cumpleaños porque decía que estaba muy lleno tras el banquete. Es la peor afrenta que podía hacerme. Puede que estuviera realmente lleno por el banquete, pero podía haber hecho un esfuerzo. Hasta que no me presente mis disculpas no pienso volver a hablarle." -cerró el libro-. Ya ves, toda esta basura, toda esta guerra, todo el sufrimiento que habéis generado se remonta a un patético jamón. ¿No tenéis nada que decir?

El silencio se apoderó de aquél extraño trío, aunque de fondo seguía sonando el sonido de la muerte, la lucha, la espada contra la espada. Silencio que pronto fue interrumpido.

- ¡El retrasado de tu antepasado no quiso comer del jamón del mío!

- ¡El tuyo es un insolente!

Pronto comenzaron a discutir nuevamente, acercándose el uno al otro amenazándose con las espadas. El hombre les interrumpió.

- ¿Tienen hijos?

- No -contestaron ambos.

- Mejor - sacó de entre sus ropajes dos espadas y les rajó el cuello a los dos.

Aquél hombre nunca más fue visto entre aquellas ciudades. Las nuevas generaciones, poco a poco, olvidaron las rencillas. Sin embargo, durante un tiempo, las madres siempre les recordaban a sus hijos que el perdón no es símbolo de debilidad. Que, de haber sabido pedir disculpas en el momento oportuno, todavía tendrían un padre que no murió en una disputa absurda. Fue dicho popular entre aquellos lugares que, no se sabía si perdonar era divino o no. Pero era lo que les hacía mejores como humanos.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Túnel

No recuerdo muy bien cómo llegué aquí. Pero recuerdo como era mi vida antes de entrar en este túnel. El sol iluminaba cada uno de los rincones de mi alma, y no podía sentir yo más dicha que el observar todo lo que me rodeaba. Por aquél entonces todo aquello que me sucedía mientras avanzaba era acogido sin miedo, con optimismo, sabiendo yo que poco importaba lo bueno y lo malo mientras el camino lo realizara completo. Podía uno observar preciosos jardines, de un césped tan tullido y de un aspecto tan agradable que daba la sensación de tratarse del pelaje de un león. Árboles de una presencia como no recordaba haber visto, de los cuales colgaban de forma perfecta los frutos más jugosos que cabe imaginarse. Por aquél entonces creí que nada era capaz de turbar toda la felicidad que para mí representaba caminar.

Quizá ese fue mi principal error. Abracé de forma tan despreocupada lo hermoso que la bofetada de realidad que me sorprendió al otear aquél pozo negro me desconcertó. No estaba preparado. Se había creado en mí una dependencia horrorosa que no hizo sino sustituir mi risa por llanto. Al entrar tuve que decidir cómo lo afrontaba. Podía quemar el paisaje, podía desterrarlo al fondo de mi memoria y odiarlo por todo lo que me estaba pasando. Pero no quise despojar de mi mente, de mi alma, de mi ser recuerdos que eran lo único hermoso que me quedaba ya. Pensé que no era justo y seguí avanzando, creyendo que saldría pronto, que no podría ser muy profundo.

Quizá lo peor que tenga este lugar, este vacío húmedo y oscuro, es oír al resto de personas. Puedes comprobar que ahí fuera, sea donde sea, la gente puede disfrutar de algo que ya no tienes. Descubrir con horror que estás completamente solo. Respirar un aire cada vez más viciado y tener que ponerte buena cara para no desesperar. Decirte a ti mismo que todo va bien, que el dolor pasará pronto. Mentirte.

Me encuentro encerrado en una situación conflictiva. Combato conmigo mismo a cada instante. No concibo una vida entera sepultado en el túnel, dar la vuelta es imposible y pararse significa no existir. Lo único a lo que puedo aferrarme es a una esperanza que cada día que pasa se aleja de mí, quizá buscando a personas que acaben de llegar a una situación parecida a la mía. Lo poco que me queda es seguir avanzando entre toda esta nada, tratar de ignorar las risas y digerir esta amarga sensación que me oprime el estómago. La sensación de que no siempre hacer lo que uno cree honesto reporta algo positivo.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Contestación al paseo (No escrito por mí)

Malestar general. Acusado dolor de cuello. Un viaje agotador, esperanzador, anhelado, pero molesto.

Abro la puerta. Encamino mis pasos hacia el habitáculo morador de historias, conversaciones, música y peculiaridades extravagantes.
Enciendo el ordenador. Gran cantidad de energía y sonidos, ya olvidados por la larga estancia en las tierras solitarias y sosegadas, consiguen hacer que mi imaginación dance, corra, vislumbre, esboce, anhele….
Anhele una historia. Un texto. Peculiar quizás, sorprendente, melancólico, único…Quien sabe.

Pronto todo queda al descubierto. Desvelado ante la expectante mirada de una joven ilusionada.

Leo, recuerdo, imagino, reconstruyo. Y atónica ante tan bellas palabras dedicadas, vuelvo a leer, recordar, imaginar y reconstruir aquella tarde; peculiar y especial que viví contigo.

Rápida, con ilusión y ganas de diversión. Me encaminé hacia la salida o entrada, según se mire, de formas fantasiosas e imaginativas.
Busque y busque hasta que una visión general de ti fue lo que mis ojos observaron. Me detuve.
Continué observando y vi como de entre el gentío, una cabellera más corta que la recordada se abrió paso entre la multitud. Ojos vivarachos y expectantes tras esas lentes. Una sonrisa. Un camino por recorrer. Horas que disfrutar de tu compañía.
Tú. Yo. Libros. Creadores, comentaristas y críticos de sueños. Edificios de una peseta. Hombres obsesionados. Bicicletas. Risas. Un baile improvisado. Ambiente de amistad, alegría y desbordante afecto y cariño.

Pero como en todo momento especial siempre hacen presencia las tijeras concluyentes.
Se aproxima el final…Un fuerte abrazo. Una mirada. Dos besos.
Dos amigos un encuentro y un final. Caminos opuestos. Distancias. Calor, agua y nada más.

Fue real. Fue de verdad. ¿Perfección? Quizás sí, quizás no. No lo sé. Pero como tu bien has dicho fue nuestro encuentro, nuestro momento. Y he de reconocer que en ese instante ya pasado, no concibo mayor perfección que el poder haber estado a tu lado.