lunes, 7 de febrero de 2011

El Relato

Y al principio, todo era blanco.

Tal cantidad de vacío, de ausencia, me pareció insultante. Cogí un bolígrafo. Mojé mi tintero. Comencé a teclear.

Y lo que una vez fue blanco se transformó en lo que mi voluntad quiso. Manipulé el vacío a mi antojo. Una gran explosión de existencia. De donde no había nada, saqué todo. Es cierto que quizá no de la mejor manera posible. Lo admito, cometí innumerables errores pero, ¿Quién no los hubiera cometido?

Mi entusiasmo me cegaba continuamente y no era capaz de ver mi objetivo, si es que lo tenía. De eso hace ya tanto tiempo que lo único que soy capaz de recordar son mis ganas por ver completada mi obra. Porque sí, por aquél entonces todavía era mi obra y yo su soberano. Todo lo que quería florecía sin apenas esfuerzo.

Pero todo a su tiempo.

Recuerdo que empecé por los detalles tontos. Sí, lo sé. Otro error más. Debería haber empezado por el ser y no por el ente, mas, ¿No os ha ocurrido alguna vez que tenéis ganas de hacer algo y, al empezar, sólo os acordáis de los detalles? Sí, tengo el cuadro en la cabeza, pero sólo soy capaz de enfocar ese guardapelo de color carmesí. Vale, sé cómo quiero que sea la canción, pero sólo sabría tararearte una parte concreta dentro del estribillo. De eso mismo adolecí yo.

Pero bueno, poco a poco mi idea iba tomando forma. Aquí un café, sí. De madera, con un estilo quizá algo usado. Algo tranquilo, un sitio de charla y café. Más allá, un parque. Un parque enorme, lleno de árboles. Y dentro, un banco. Ese tipo de bancos de piedra blanca, de los que parecen fabricados únicamente para amantes. Y más allá, un gran castillo de piedra. Al otro lado del folio, una valla de madera y una choza metida dentro de un pequeño montículo de piedra. Diseñé todo mi mundo paso a paso. Poquito a poco. Aquí una calle, que se cruce con aquella avenida tan larga, la de las tiendas de ropa. Al este pondré una ciudad, que pasé por un río. Quiero que sea un río pequeño, que pase desapercibido.

Porque si de algo me di cuenta mientras construía mi universo es que son las cosas que pasan desapercibidas las que cuentan. ¿Qué gracia tendría vivir si todo lo que se creara fuera de proporciones inmensas? Hacen falta cosas pequeñas que ensalcen todavía más las monumentales creaciones.

Finalmente, terminé mi escenario. Era precioso y todo se hizo bajo mis deseos y caprichos. Repasé en innumerables ocasiones todo lo escrito. El folio ya no sufría de la austeridad marfileña. Todo en él eran líneas perfectas bajo un patrón que tenía un nombre propio: Yo. Y lo pongo en mayúsculas porque, en cierto sentido, yo era el ser supremo dentro de todo lo que había creado.

No obstante, quedaba la parte más complicada y laboriosa. Crear consciencia. Seres con capacidad de ver, hablar, pensar, comer. Sentir. Obviamente no serían verdaderos sentimientos ni pensamientos. No hablarían si no que sería yo quién hablaría a través de ellos. Sería yo el que comiera a través de ellos. Incluso yo sería la comida. La mesa donde se sentaran.

Aquello sí que fue agotador. Estuve lo que me pareció una eternidad diseñándola. Tenía que ser fiable, consistente. Mirando hacia atrás, considero que eso fue mi verdadera creación. Lo demás, simplemente fue atrezo. Sí, hacía falta un buen escenario, pero eso no vale de nada si no tienes a nadie que represente el papel que quieres.

De aquí, además, surgieron a su vez diversos asuntos a tener en cuenta. ¿Cómo hacer posible que mis conciencias se desenvolvieran por un escenario inmóvil? Así fue como implementé el tiempo. Uno de mis trabajos, modestia aparte, más precisos. No obstante, esto dio lugar a otro inconveniente. Tuve que hacer infinitos paisajes más, uno para cada instante por mí creado. Las posibilidades de mi creación se ramificaban y sentía que nada me era imposible. Observé con gozo como las cosas comenzaban a encajar y se seguían casi necesariamente. Que mi idea, al principio tan abstracta y poco precisa, no tenía más que un final posible y que yo era un simple redactor de todo lo que en ella había.

Había encontrado algo que, de ser encontrado, no podía ser sino de una forma. Esa idea me obsesionó mientras proseguía con mi obra. La coherencia debía de ser perfecta. Las relaciones que se daban entre las cosas de mi mundo ya tenían posibilidad, pero necesitaban ser compatibles entre sí. Y no sólo compatibles, sino necesarias.

Todos estos requisitos fueron necesarios para que la razón pudiera entrar en ese, mi universo.

Y por fin llegó el día en que los introduje en el escenario que creé para ellos. Allí estaban, relacionándose con su entorno. Primero de maneras primitivas, casi se diría que inocentes. Como un perro que inspecciona un hueso antes de devorarlo.

A modo de nota me gustaría resaltar que no introduje seres pensantes así, de golpe, pues la idea me resultó algo burda. La aparición del pensamiento fue poco a poco. Idea a idea. Intuición a intuición. Análisis a análisis.

A partir de este punto fue cuando casi a lo único a lo que me limitaba era a redactar lo que debía pasar. Mis pequeños seres ya comenzaban a transformar su entorno y no a adaptarse a él. Se comunicaban entre sí. Apareció el lenguaje.

Hay tantos momentos memorables que recuerdo sobre ellos que mi entusiasmo me impide dar una cuenta concreta y ordenada de todo cuánto pasó. Comenzaron a creer. No en mí, por supuesto, pues me cuidaba mucho de que la gente supiera remotamente de mi existencia. ¿De qué les serviría? Aquello no les diría nada acerca de su propio mundo. No obstante, sí en conceptos que, aunque lejos de tener conmigo alguna relación, no dejaban de tener cierta similitud en algunos aspectos.

Me duele admitir que en ellos aparecieron infinitud de cosas que no me agradaban. No es fácil ver como algo que es parte de ti se puede corromper de una manera tal. Pero yo no podía si no escribir lo que debía ser. Porque comencé a comprender demasiado tarde que la coherencia me impedía hacer por mi creación nada más que seguir y seguir escribiendo.

Supongo que es por esto que en cierto modo me maldigo. La suerte que están corriendo todas y cada una de las consciencias que he creado no es si no fruto de unas reglas caprichosas que ideé hace mucho, mucho tiempo y que ya no puedo cambiar.

Me maldigo a mí, sabiendo que en realidad estoy maldiciendo a alguien que estará escribiendo sobre mí, no sé muy bien dónde.

Aunque tampoco puedo guardarle mucho rencor, pues sé que tampoco podría haberme escrito de otra manera.