lunes, 15 de septiembre de 2008

Perdón

Una gran roca sobrevoló el cielo, directo hacia aquella gran y elaborada estructura de piedra. Toda ella tembló, y algunos bloques salieron disparados. El monarca observaba todo aquello con una mueca en el rostro. Veía como sus murallas estaban siendo destruidas y su población masacrada. El único consuelo era que el pueblo rival estaba en una tesitura parecida. Y parecía que su ciudad, al igual que la del enemigo, iban a resistir, como siempre, un día más.

La aversión que sentía hacia aquél lugar era, como casi toda aversión, por completo irracional. Mientras aquél rey devorado, como toda su estirpe, por el odio, daba órdenes firmes a sus subordinados para que repararan las murallas, era por completo consciente de que tardarían exactamente lo mismo en reformar las suyas propias que su adversario. Así basaban su vida y su existencia. En una lucha contra un enemigo tan igual al suyo, que pensar en derrota o victoria era absurdo.

No obstante, todo el reino se contagiaba de aquella lucha, de aquella sed de sangre. Nombrar el otro reino era perseguido, mal visto y, en muchas ocasiones, castigado incluso con la muerte. Todo el pueblo sentía una devoción sangrienta contra el pueblo contiguo. No se conocía la paz, ni mucho menos la compasión.

Nadie recordaba con exactitud los orígenes de aquella guerra. Los antepasados de ambos monarcas fueron antaño grandes amigos, camaradas. Fue una disputa entre ellos lo que hizo que se enemistaran. La leyenda cuenta que una espada cayó sobre el césped cuando ambos se encontraban de caza. Ambos atribuyeron aquél insólito hecho únicamente a Dios, y comenzaron a discutir acerca de quién debería quedarse aquella arma. Según narraba el rey a sus nietos en los escasos momentos que pasaba junto a ellos, la leyenda cuenta que el monarca contrario engañó a su antepasado, arrebatándola la espada y huyendo.

Un soldado penetró corriendo el largo pasillo por donde paseaba el monarca, camino a reunirse con sus generales. Le comunicó que había encontrado una preocupante pintada en una de las calles principales de su ciudad. Se apresuró, junto con su séquito, para ver dicho mensaje, y lo que vio lo dejó sin palabras. En grandes letras rojas, podían leerse mensajes panfletarios, apoyando al pueblo vecino. El monarca enrojeció de ira y volvió corriendo a su castillo, dispuesto a reunirse con sus generales de mayor confianza.

La ira dominaba cada una de sus acciones. En un principio pensó en buscar al autor de aquella atrocidad, pero ante lo grande de la ciudad, desechó la idea. Declaró ante sus generales que iba a crear la gran ofensiva. El todo o nada. O volvía con la espada que le pertenecía por derecho en una mano y la cabeza de su némesis en la otra, o no volvería. Dispuso su numeroso ejército, y, al anochecer, partió hacia la batalla.

A mitad de camino, ocurrió algo que sorprendió sobremanera al rey, que lideraba a sus soldados. Se encontró frente al ejército adversario. El silencio fue mortal, y ni el viento se atrevió a turbar aquella tensión. Todas las miradas se volvieron sobre los dos soberanos, que sentados sobre sus monturas, se observaban desde la distancia. No se puede decir que uno de los dos diera el primer grito, pues la orden de atacar pareció que saliera de una misma voz, cuando ambos tenían el brazo en la misma posición.

Aquél gesto, algo tan simple, desencadenó una marea humana de cascos, armas, rabia, sangre y sinrazón. Seres humanos, de uno y otro bando, gritaban, bien de dolor o bien por un odio inercial. Los campos no tardaron en teñirse de rojo, a la vez que cada vez había más personas tumbadas que de pie. El rey observaba todo aquello, nervioso y contrariado. La tristeza de ver a su pueblo muriendo contrarrestaba con la alegría por el enemigo pisoteado.

Se había quedado solo, pues sus generales habían ido a ayudar a sus hombres. Una figura a caballo pasó veloz a su lado, arrebatándole la corona. Observó su cabeza, sin aquél aro dorado que siempre llevaba, y le siguió, con su montura. El misterioso jinete, envuelto en mantas negras, rodeó el campo de batalla, sin pasar por él, y avanzó en dirección contraria a la ciudad del rey.

Tras un rato cabalgando, el extraño soltó la corona y siguió su camino. Entonces, el soberano giró la cabeza, observando donde se encontraba. Y entonces lo vio. Era el monarca enemigo.

- ¡Me has tendido una trampa! -exclamó.

-No me engañarás. ¡Me has pillado desprevenido pero ahora acabaré contigo!

-Sois unos idiotas los dos -se giraron, y vieron a la figura envuelta en capas negras-. Pero no tenéis la culpa. La cosa parece que viene de familia.

-¿Quién demonios eres tú? ¡Seguro que esto es cosa tuya, maldito bastardo decrépito! -exclamó uno de los dos reyes.

- ¡Calla esa lengua o te la corto!

- ¡Basta! -la figura negra, cuyo rostro estaba tapado por una capa y un sombrero de ala ancha, se acercó al medio de ambos monarcas-. Me he cansado de esto. ¡Generaciones de gobernantes perdidos en una guerra absurda y ni siquiera nadie ha tenido la molestia de ver de dónde procede! ¿Alguno tiene la más remota idea? ¿Sabéis porqué estáis enviando a vuestro pueblo a morir día tras día?

- ¡Por la espada! -gritaron ambos al unísono.

- No existe tal espada. A ninguno de los reyes que han tenido esas malditas ciudades sin suerte se le ha ocurrido investigar. ¡La disputa procede por un maldito jamón!

- ¡Mientes! -exclamaron. El misterioso hombre sacó un libro de entre sus ropas.

- Cito, de las memorias de vuestro antepasado, cuya disputa ha generado este caos y esta parodia de honor -girándose hacia uno de los dos monarcas-. "El maldito bastardo de Julius no ha querido comer del jamón que le he regalado por su cumpleaños porque decía que estaba muy lleno tras el banquete. Es la peor afrenta que podía hacerme. Puede que estuviera realmente lleno por el banquete, pero podía haber hecho un esfuerzo. Hasta que no me presente mis disculpas no pienso volver a hablarle." -cerró el libro-. Ya ves, toda esta basura, toda esta guerra, todo el sufrimiento que habéis generado se remonta a un patético jamón. ¿No tenéis nada que decir?

El silencio se apoderó de aquél extraño trío, aunque de fondo seguía sonando el sonido de la muerte, la lucha, la espada contra la espada. Silencio que pronto fue interrumpido.

- ¡El retrasado de tu antepasado no quiso comer del jamón del mío!

- ¡El tuyo es un insolente!

Pronto comenzaron a discutir nuevamente, acercándose el uno al otro amenazándose con las espadas. El hombre les interrumpió.

- ¿Tienen hijos?

- No -contestaron ambos.

- Mejor - sacó de entre sus ropajes dos espadas y les rajó el cuello a los dos.

Aquél hombre nunca más fue visto entre aquellas ciudades. Las nuevas generaciones, poco a poco, olvidaron las rencillas. Sin embargo, durante un tiempo, las madres siempre les recordaban a sus hijos que el perdón no es símbolo de debilidad. Que, de haber sabido pedir disculpas en el momento oportuno, todavía tendrían un padre que no murió en una disputa absurda. Fue dicho popular entre aquellos lugares que, no se sabía si perdonar era divino o no. Pero era lo que les hacía mejores como humanos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Casi me engañas!!!! No eres Medrano, eres Mederanoooooo!! Sí, casi consigues con este texto convencerme...
Lección sencilla, pero aprendida de un modo algo amargo con la que acabas.