viernes, 10 de abril de 2009

Poesía

Aquel día amaneció como todos los anteriores. El Sol, perezoso, salió por el Este, poco a poco, inundando de luz las ventanas de su cuarto. Una habitación cualquiera, como lo puede ser la tuya o la mía. Pero no era mía ni tuya, era suya. Él, poeta de profesión (por decir algo), se desperezó, encontrándose en ese estado de consciencia en el que uno es capaz de interactuar con mayor o menor fortuna con el medio, pero que luego no se sabe a ciencia cierta si esa interacción tuvo o no lugar.

Quitándose las legañas y en calzoncillos, se levantó de una forma para nada estética, estando a punto de tropezarse y caer con sus propias zapatillas de felpa. Se encaminó hacia el baño con andar algo torpe y sin el menor atisbo de lucidez, rascándose la cabeza. Una vez en el lavabo se encontró de golpe con su propia cara, reflejada en el espejo. Bostezó sonoramente a su imagen y empezó con la rutinaria tarea que era su higiene personal.

Al rato, sentado en la cocina, en bata y con la taza de café en la mano, se dispuso a leer el diario. Encontró en la sección de cultura y arte una breve mención a uno de sus poemas, lo cual lo alegró. Sintiéndose inspirado por esta aparición, se dirigió de esa guisa hacia su despacho, donde comenzó a escribir algo. Sentado en su sillón de cuero marrón y con la pluma ya en la mano, trató de rebuscar entre las vagas y somnolientas neuronas que dan lugar a la musa.

Del fondo de su alma salían las palabras que iban dando lugar a uno de los poemas que más lo estaban emocionando. De pronto, la sombra de la duda hizo acto de presencia en él al observar una de las palaras del poema. Algo contrariado, extrajo de entre los libros de la estanteria un pequeño volumen del mismo color y material que su sofá. Pasó con cuidado las páginas, rememorando pese al miedo el gozo que sintió durante la lectura de aquél ejemplar. A fin, detuvo su búsqueda. Allí, sobre el papel, se encontraban escritos, palabra por palabra, los versos que él había creído crear a partir de la nada.

Dejó el tomo en su sitio y se sentó, sin que sus ánimos mermaran. Arrojó el papel donde había estado escribiendo y extrajo uno nuevo. Se lanzó con renovadas energías en la tan necesaria activida de expresar lo que se siente. La naturaleza con la que los versos, nuevamente, encajaban uno con el otro encogía su estómago.

De nuevo, asombrado, creyó ver reflejado en una palabra algo que le resultaba familiar. Rebuscando entre las estanterías, halló el mismo poema exacto que se encontraba escribiendo. Durante toda la mañana esa misma escena se repitió una y otra vez.

Abatido, telefoneó a un colega suyo.

- No te vas a creer lo que me ha pasado...

- ¿Al ir a escribir has redactado algo que era de otro autor?

- ¿Cómo coño lo has sabido?

- He estado hablando con varios compañeros y nos ha pasado a todos lo mismo.

- ¿Por qué ocurre?

- Ese es el menor de nuestros problemas.

- ¿Qué quieres decir?

- Que ahora ya no se crearán más versos, ni más rimas ni nuevas sensaciones. No podremos expresar lo que sentimos. Estamos obligados a repetir y rememorar sueños de otros.

- ¿Entonces...?

- Entonces, querido amigo, vivimos en un mundo sin poesía.

3 comentarios:

Ariadna dijo...

Bua...
La verdad es qe se me ha hecho un poco espesa la lectura al principio (ya ves que ahora mismo no estoy muy despejada) y creo que deberías repasar la puntuación para que fuera más contundente, pero la idea del ensayo es la hostia, me ha parecido fascinante, el final... una pasada. Te superas día a día, no esperaba menos de ti.

Un abrazo.

Vinci dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Siempre he dicho
que la poesía acabó
fusilada contra los muros
de una pared blanca, en Granada,
enferma en una prisión,
muerta de tristeza en el exilio.

Un abrazo compañero.