lunes, 27 de noviembre de 2017

En esa pequeña sala




El médico se lavaba las manos en la sala anexa a donde había sido la operación. Mientras el agua caía sobre sus dedos, revivía el momento en el que el paciente perdía el pulso. Su intento desesperado por hacer que saliera adelante, de arreglar todos los problemas que surgían. Primero un fallo hepático. Luego dificultad respiratoria y, finalmente, el corazón.

El mortal silencio de la sala estaba acompañado por el solemne pitido ininterrumpido de la máquina que controlaba sus constantes vitales. Su única obligación era ya oficializar la hora de la defunción.

Pequeñas gotas de sangre ajena caían sobre el fregadero mientras rememoraba los últimos instantes de la vida de aquella persona. No era la primera vez que le ocurría, y aunque sabía que haciendo lo que hacía podía volver a ocurrir, siempre deseaba que fuera la última. Tras secarse las manos, se lavó la cara y observó su húmedo rostro en el espejo del pequeño lavabo.

Repasaba mentalmente toda la operación, tratando de encontrar algún fallo que hubiera podido provocar todo aquello. Sin embargo, sabía que no se podía haber hecho más. Si volviera atrás, no cambiaría ninguna de las decisiones ni lo haría de otra forma. El paciente no se había cuidado durante el final de su vida y eso había generado esas complicaciones.

Sabía que algunas cosas simplemente no podían salir, aunque eso no apagaba ese nudo en el estómago que se le formaba siempre que perdía a alguien en la mesa. Esa impotencia y esa pena por el esfuerzo empleado en tratar de que viva lo que está condenado a morir. Nunca era la misma sensación con dos pacientes, pero siempre resultaba agotadora.

De vuelta a casa, en su refugio, con su familia, las penas se difuminaban y volvía a la normalidad. Pero en esa pequeña sala en la que desteñía de rojo sus manos y se refrescaba, volvía a vivir la intervención, buscando un error que sabía que no estaba allí.

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