miércoles, 21 de octubre de 2009

El Castillo de Tartaglia

Eran ya pasadas las doce de la noche cuando estaba llamando a la entrada del Castillo de Copérnico, situada en una pequeña colina solitaria de la región de Galileo. Una vez más me reprochaba a mí misma el estar golpeando la gran y pesada puerta de madera, mientras repasaba mentalmente la disparatada cadena de acontecimientos que me acercaba inexorablemente a un final inexplicable. La lluvia caía con fuerza en mi cabeza mientras el viento me helaba.

Al otro lado de la puerta se oyó el eco de unos pasos rápidos y firmes. Suspiré. Pude percibir cómo alguien ponía en marcha los mecanismos de apertura de la puerta. Posteriormente, un largo y quedo chirrido anunció que ésta se encontraba abierta.

Frente a mí, no estaba otro que el popular escritor Esteban Mayor. Lo saludé con un ademán de cabeza y él me invitó a entrar. Pasamos por un amplio pasillo de piedra gris, en silencio. Por todo foco de luz, una vela que él llevaba en la mano.

Subimos por una escalera de caracol y finalmente llegamos a una pequeña y agradable habitación, alumbrada por una chimenea. Frente a ella, dos cómodos sillones de cuero. Las paredes de la habitación estaban cubiertas por estanterías que no parecían tener fin, las cuales se hallaban repletas de libros. El anfitrión señaló uno de los sillones y él se sentó en el otro.

- Me alegra que haya aceptado mi invitación -comenzó él.

- Oh, cállate -le espeté mientras dejaba mi bufanda de lana sobre una mesita de cristal situada al lado de mi asiento-. No te soporto como ser humano ni mucho menos como escritor. Si vine es porque no sé porqué demonios alguien como tú va a querer que yo venga a esta mierda de lugar.

- Precisamente es tu falta de aprecio hacia mí y hacia mi trabajo lo que hace que estés sentada en ese sillón. Verás, mi editorial me ha encargado un nuevo libro sobre vampiros, pero esta vez ambientado en algo más clásico. Ya sabes, castillos, poderes místicos, permisos para entrar... cosas de esas.

- Al menos así puede que quede mejor que la bazofia de tu anterior saga.

- Si, ya sé que no te gusta de mi trabajo. Teniendo en cuenta que te dedicas a pintar cuadros, sigue siendo un misterio para mí porqué dijiste de mí que era el escritor más inepto que habiás visto y leído en tu vida.

- Creo que el talento que tienes bien merecía un elogio a la altura.

- Muy aguda. En fin, vayamos al grano. No soy mucho de ambientarme antes de escribir una historia ni nada por el estilo, pero mis editores comenzaron a lanzarme demasiadas peticiones. Que si pon algún animal que defina la escena, que si un ambiente sórdido, que si un miembro de la nobleza... Así que por eso me vine aquí, a un sitio alejado y oscuro para poder empaparme de la cultura. Este castillo, aquí donde lo ves, perteneció al conde de Tartaglia, un tirano feudal como cualquier otro. Incluso creo que tienen un museo sobre él en el pueblo, pero ya sabes, habladurías de gente de pueblo.

- Yo soy de pueblo.

- Lo que sea. El caso es que llevo aquí más de un mes y soy incapaz de escribir algo que no sea superficial, sin sentido...

- Creía que a estas alturas estarías acostumbrado.

-... y no sé porqué -prosiguió, ignorando mi comentario-. Paseo en solitario por un castillo lleno de ruidos que podrían ser cualquier cosa. Aquí hasta las mañanas son siniestras y todo iría genial si no fuera porque un maldito gato golpea mi ventana todas las noches y no me deja dormir.

- Bueno, basta -dije, levantándome del sillón mientras comenzaba a ponerme la bufanda y el abrigo.

- ¿Qué ocurre?

- Que ya he perdido bastante mi tiempo. Ya creo que eres el escritor más inepto que he visto nunca. Me atrevería decir que el más inepto de toda la historia. Si te molestaras un poco en mirar a tu alrededor verías que tu maldita historia se está escribiendo sola. Si hubieras perdido diez minutos de tu tiempo en entrar en el museo del pueblo hubieras visto decenas de testimonios de hace quinientos años que aseguraban que en el castillo en el que ahora vives se podía oír gritar a multitud de hombres, presos de un sufrimiento terrible. Dicen que todavía huele a sangre en los calabozos, aunque apuesto a que ni siquiera habrás bajado. ¡Hasta un puñetero gato toca a tu ventana! ¿Qué más quieres?

Salí de allí, entre frustrada y enfadada. Avancé por el camino y un gato negro saltó de una rama cercana y se quedó, inmóvil, tres metros por delante de mí. La nieve estaba a ambos lados del camino y Esteban hacía rato que había cerrado la puerta del castillo, enojado también.

El minino, de tamaño medio, me miraba con unos ojos negros, profundos. Con la sabiduría de alguien que ha vivido mucho. Parecía sonreir. Finalmente saltó del camino y se perdió entre el bosque. Yo me acerqué a mi coche, entré y salí de allí.

Meses después, acababa de vender mi cuadro de Noche en el Castillo de Tartaglia cuando recibí una llamada telefónica. La editorial había cerrado el contrato con Esteban Mayor y, por lo visto y todavía en el castillo, éste se había suicidado. Consternada, fui a beber un vaso de agua a la cocina. Cené y me acosté.

Me tumbé, mirando a la ventana.

Y allí estaban, inmóviles y pacientes, como si siempre hubieran estado allí, aquellos ojos negros y profundos, implorándome entrar desde el otro lado.

1 comentario:

Nana.Lau dijo...

Me gusta, me gusta... es muy oscuro y demasiado borde, pero me gusta
"...para imaginar la obra donde el protagonista ya no sabe quién actúa y qué es así en la realidad..."
Eso sí, el vaso que se bebe no es agua, es leche.

Besos