lunes, 20 de octubre de 2008

Día oloroso

Él levantó la cara de la almohada, completamente aturdido. El despertador le suplicaba por enésima vez que levantar su ya de por si horrendo trasero de la cama. Cuando se dio cuenta de que ponerle caras de pena no serviría de nada (por eso de que los aparatos no suelen tener muy desarrollado el sentido de la compasión) optó por salir a decirle hola al mundo. Como siempre, el mundo no devolvió el saludo.

Entró en la cocina, tosiendo como si en ello le fuera la vida (sería más propio decir que la vida se le iba por culpa de toser) y fue a servirse un nutritivo desayuno consistente en una cáscara de plátano y una raspa de sardina. Nutritivo donde los haya.

Después de devolver toda la materia orgánica ingerida a su lugar de origen (la basura) se marchó a su habitación, a ponerse sus mejores galas, pues hoy era uno de esos días (en los cuales, se alienaban todos los planetas) en los que había quedado con una persona del sexo opuesto. Tras ponerse muda limpia (apenas usada durante 3 días) y la camiseta casi nueva (¿Qué son 9 años?) salió por la puerta.

Esperaba que el oxígeno que se respiraba fuera suficiente como para camuflar la peste de una larga jornada sin oler nada parecido a un jabón. La reacción exagerada de la gente al pasar por su lado (fingir un desmayo y dos personas hospitalizadas con pronóstico reservado era algo excesivo, a su parecer) le dio a entender que más le valía que estuviera acatarrada.

Llegó al lugar, donde ella le estaba esperando. De quedarle algo del desayuno en el estómago, probablemente lo hubiera sacado todo fuera. Quizá fue el hecho de no haber comido caliente y bien desde hace meses o que su propio olor corporal comenzaba a quemarle neuronas, pero nunca la había recordado tan preciosa. Desde el primero de los pelos de su coronilla hasta el último de los átomos de la uña del pie ( si, siempre me han considerado algo fetichista ) eran un conjunto de lo que siempre había soñado.

Después de balbucear algo que creí que era una saludo y de que ella se tapara la nariz (muy disimulada ella, eso sí) salimos rumbo al parque. Después de hablar de temas varios y para nada trascendentales (existencia o no de Dios, política, creencias... vamos, nada de índole sexual) llegamos al lugar donde siempre solíamos aposentarnos.

Seguimos hablando, incluso parecía que no le daba asco. Comprobé, atónito, que la gente no me miraba tan disgustada. Tal vez era su influencia. Cada vez que la miraba sonreír (imaginaba que de mí) no podía evitar sentirme bien. Mi alma (nunca había pensado que alguien como yo pudiera tener una) se encontraba a gusto.

Pasamos la tarde, paulatinamente más cerca el uno del otro. Reímos, pasamos ratos tensos, nos abrazamos, y, finalmente, nos besamos. Volví a casa, pensando que no podía ser más feliz. Al llegar, mi hermano me miró, sin dar crédito a lo que veía. Me fui al baño, donde un ridículo espejo colgado de un cordel hizo que me viera como no me recordaba. La suciedad había desaparecido, así como ese aspecto cochambroso.

Nunca pensé que diría esto pero... parecía humano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No, los despertadores no tienen compasión T.T Y los profesores de arte de la baja Edad Media tampooco.
Bonita metáfora, no digo nada más :P *coff, coff*