martes, 8 de abril de 2008

Un día cualquiera en la España del Romanticismo

El sol comenzaba a entrar tímidamente por la ventana del cuarto cuarto. Isabel se desperezó y se levantó del lugar donde hasta hace pocos minutos había estado durmiendo. Fue a la otra habitación de la casa, que se encontraba comunicada con ésta por una puerta. Su padre estaba allí, sentado en una silla, roncando sonoramente. Todo él olía a vino. La niña, que no alcanzaba los 12 años de edad, se acercó y le besó en la frente. Pronto se arrepintió de hacerlo, pues la peste a alcohol barato que desprendía su padre hizo que se mareara.

Giró su cuerpo y se encaminó hacia la cocina, situada en aquella misma estancia, donde se preparó un chocolate en la chocolatera. Terminó apresuradamente y salió al exterior.

El sol de aquél 14 de julio de 1854 la deslumbró, teniendo que taparse los ojos, al tornársele todo como dorado, fruto del resplandor del astro rey. Pronto sus ojos se acostumbraron a la calle. La noche anterior había llovido, aunque no mucho, haciendo incómodo transitar por aquéllos lugares que, como aquél, carecían de empedrado, aunque no lo habían convertido del todo en un lodazal. Siguió su camino, sorteando los montones de basura que se acumulaban por doquier, a la vez que espantaba a las moscas que se empecinaban en confundirla con los montones de deshechos que se acumulaban sobre la arena mojada.

Algún cerdo madrugador desayunaba de los desperfectos que se almacenaban. El pestazo que había levantado el agua de lluvia era esperpéntico. Algunos puestos ambulantes comenzaban a anunciar sus productos, y las ventanas se abrían para arrojar todavía más desayuno a los puercos y demás animales que vagaban por el exterior. Sí, la rúe estaba llena de vida.

Isabel se dirigió hacia la fábrica dónde trabajaba. Aquella construcción se la antojaba faraónica a la pequeña, pese a llevar ya un tiempo trabajando allí. Suspiró, sabiendo que tenía muchas horas por delante de trabajo. De tedioso y aburrido trabajo. Pero qué remedio quedaba. En casa todos debían poner de su parte. “Al fin y al cabo”, se decía, “más vale un trabajo tedioso y aburrido y seguir vivo que nada”.

Entró y se dispuso a comenzar con su rutinaria tarea. “Si lo haces bien a lo mejor me dejan irme en 10 horas”, se animaba. Bien sabía que no era lo normal, pero, pese a que hacía tiempo que, debido a las duras condiciones de la vida que llevaba, había abandonado la niñez, todavía quedaban en su pequeño cuerpo resquicios de inocencia y bondad que hacía más llevadera y más ciega la existencia.

Las máquinas de aquél gigantesco telar siempre la habían horrorizado. Incluso en ocasiones soñaba con ellas. En esas noches, gigantescos telares y máquinas con rostro visible, se alimentaban de niños, convirtiendo el lugar en el que trabajaba en una sangría metálica.

Sacudió la cabeza, tratando de espantar esos amargos recuerdos. Sus diminutas manos comenzaron a manejar el telar, con la seguridad de un pianista experto, y comenzó con su trabajo. Movía constantemente la cabeza, para mantener su pelo rubio alejado de la máquina. No sabía si que su pelo entrara en contacto con ese armatoste de acero era peligroso o no, pero cambiaba de compañeros de trabajo con la suficiente frecuencia como para que tomara todas las precauciones posibles. En casa hacía falta todo el dinero posible, ella no podía faltar. Tenía una gran responsabilidad. Sobre sus hombros, los de una niña de 12 años, residía una fuente de ingresos que era crucial para su familia.

Continuó con su trabajo, ajena a todo cuanto pasaba a su alrededor. Pasaron las horas, lentamente, sin prisa. La ventilación del lugar era, lejos de toda duda, penosa. El ambiente se cargaba enormemente y pronto el calor del verano hizo agobiante el trabajo. Pese a todo, Isabel continuaba, obcecada en su tarea.

En medio de esa atmósfera opresiva continuaba de forma inercial. No sabía cuanto tiempo había pasado, cuando un grito desgarrador cruzó como un helado relámpago por todo el lugar. Todos los que allí se encontraban se sobresaltaron, aunque recobrando en seguida la compostura, continuaron con su tedio, ignorando los gritos de dolor, provenientes de una máquina cercana.

-¡Socorro! ¡Por el clamor del cielo! ¡Ayuda por favor!

Los gritos desesperados desgarraban el alma, y se prolongaron durante largo rato. Pese a todo, todos continuaron en sus puestos, sin inmutarse. Al fin y al cabo, no dejaba de ser algo normal. Pasaron las horas y les dieron permiso para irse a casa. Isabel estaba contenta. Sólo 12 horas trabajando, dijeron. Podría sentirse afortunada. Al salir se cruzó con lo que supuso era la chica que había proferido los alaridos angustiosos. Su pelo, del mismo color que el suyo, se encontraba en el suelo, formando un abanico desordenador de tonos dorados y rojizos. Su brazo, atrapado en una de las máquinas, estaba completamente destrozado. Su rostro, antes angelical, igual que el suyo, se encontraba descompuesto, en una grotesca mueca mezcla de dolor, agonía y sufrimiento. Su otro brazo, se alzaba, y, con su diminuta mano, igual que la suya, trataba de tocar el aire, casi deseando agarrarlo.

Isabel pasó de largo, pues ya había visto muchos casos del estilo. Hoy no le había tocado a ella, podía dar gracias a Dios de que pudiera llegar a su casa.

Dando saltitos tomó el camino a su casa, siendo ya noche cerrada. Realizó de memoria el camino que separaba su lugar de trabajo de su morada. La fauna urbana nocturna ya había salido, una noche más, a danzar por sus dominios. Llegó a su calle, que, al igual que el resto del barrio, carecía de iluminación. A oscuras, pudo ver, por el rabillo del ojo, como dos figuras oscuras increpaban a una tercera. No supo si la estaban atracando, violando o matando. Quien sabía. Prefirió hacer lo que le había servido para sobrevivir, que era no mirar atrás, y correr.

A la carrera llegó a su casa. Se encontró a su padre en la misma posición en la que lo había dejado aquella mañana. Los ronquidos que ahora profería y la botella que ahora, a diferencia de aquella mañana, descansaba en su mano, que colgaba de la mesa, le indicaban dos cosas. La primera era que su padre no estaba muerto, y la segunda, que por lo menos se había movido de la silla en todo el día. Quien sabía, a lo mejor había encontrado trabajo y estaba durmiendo la mona para celebrarlo.

Al lado de su padre había un plato con algo de comida, que probablemente su madre hubiera dejado allí para ella. Al acabar de comer, se dio cuenta de cuán cansada estaba.

Se acercó a su catre, y, antes de que pudiera pensar en nada, quedó profundamente dormida. Y así transcurrió un día más en su vida. Quién sabe cuanto más vivió. Total, sólo es una vida. Un día de una vida. Un día de la España del Romanticismo.

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